PRIMERA PARTE
I EXTRAÑO CARGAMENTO
Cuando el “Queen Victoria” zarpó de Nueva York rumbo a Southampton y Cherburgo, se dijo que a bordo iban dos personas muy conocidas, y también se murmuró que una tercera persona, igualmente notoria, viajaba en él. Además, había una cuarta persona —ésta desconocida— que tendrá un papel muy importante en este relato confuso y dislocado. No obstante no saberlo él mismo, este joven tenía en su equipaje algo más valioso que las marionetas de Monsieur Fortinbras o el elefante esmeralda de lord Sturton, lo cual explica en parte los misterios y el alboroto que conmovieron el ambiente otrora tan sosegado del “Queen Victoria”, y las payasadas no muy concordantes con su habitual modalidad.
No hay otro barco más digno de enarbolar su pabellón, en cualquier línea inglesa, que el “Queen Victoria”. Es lo que suele llamarse un barco distinguido; esto significa que no se permite reír en los camarotes después de las once de la noche y que todos los cambios horarios de la travesía son rigurosamente observados, de tal modo que el bar se cierra siempre tres cuartos de hora antes de lo que usted espera, provocando las consiguientes maldiciones. Algunos pasajeros melancólicos sentados en su reluciente salón de lectura parecen estar redactando cartas de pésame. En el lounge, de recargada decoración, sólo se oyen conversaciones en voz baja, no tan ruidosas como para apagar el rumor de las olas, mientras algunas pasajeras tejen frente a las luces eléctricas dispuestas para simular el fuego de la chimenea. Cuando la orquesta ejecuta gravemente en la galería del comedor a las horas del almuerzo y de la cena, hay cierta apariencia de alegría. Pero hubo una travesía de oeste a este en la primavera del año pasado que el capitán, sir Héctor Whistler, jamás podrá olvidar. Bajo su aparente “camaradería” profesional, el capitán Whistler esconde el temperamento más pirotécnico de cuanto lobo de mar haya abandonado las velas por el vapor, y la riqueza de su lenguaje constituye la admiración de la oficialidad joven. Por eso, cuando...
El “Queen Victoria” debía anclar en Southampton el día 18 de mayo por la tarde, después del viaje más fantástico que le hubo tocado cumplir. Por la mañana de ese mismo día, el señor Henry Morgan llamaba a la puerta de la nueva casa del doctor Fell, en el Nº 1 de Adelphi Terrace. Se recordará que Henry Morgan era aquel eminente escritor de aventuras policiales que tomaba su propia profesión con inexplicable indiferencia, y que había conocido al doctor Fell durante el caso del Ocho de Espadas. Aquella mañana, en que un sol brumoso alumbraba el río y los quietos jardines existentes bajo el terraplén de Adelphi Terrace, la larga cara de Morgan, engañosamente melancólica tras los anteojos, tenía una expresión que tanto podía ser agria como divertida. Pero tenía, ciertamente, la apariencia de quien ha padecido mucho; y así habrá sido.
El doctor Fell le dió la bienvenida, lo saludó calurosamente y lo obsequió con un vaso de cerveza. El doctor, según observó su huésped, estaba más fuerte y rubicundo que nunca. Se inclinó, desde su profunda silla, sobre el alféizar de una de las ventanas que dominan el río. La alta habitación con su chimenea había sido arreglada desde que Morgan la viera algunos meses antes, cuando entraron a ocuparla el doctor Fell y su señora. Todavía estaba desordenada, según la modalidad del doctor, pero los libros —cinco mil aproximadamente— atestaban sus anaqueles de roble, y las chucherías habían encontrado su lugar por los rincones. El doctor Fell tenía una vieja debilidad por las chucherías, especialmente por las figuras brillantes de los grabados de cacerías o de motivos de Dickens, o de personas descendiendo de una diligencia y bebiendo cerveza a la puerta de un mesón de campaña. También gustaba de los vasos de porcelana cincelada con tapa de metal, los sujetalibros curiosos, los ceniceros hurtados de lugares públicos, las estatuillas de monjes o demonios u otras niñerías que en esa sala sombría formaban con los anaqueles de roble y la gastada alfombra, un adecuado ambiente para su aire de Gargantúa. Sentado en la silla, junto al alféizar de la ventana, frente a la ancha mesa de estudio, literalmente cubierta de libros y papeles, sonrió bajo su bigote de villano y parpadeó al contemplar a su visitante a través de los lentes, sujetos con una ancha cinta negra. Después de encender el cigarrillo, el doctor Fell dijo:
—Tal vez me equivoque, pero me parece descubrir en su mirada cierto destello profesional. —Se aclaró la voz y replegó las grandes manos sobre la mesa. — ¿Qué es lo que le preocupa?
—He querido ver a usted —respondió Morgan ceñudo— para relatarle la aventura más extraordinaria que jamás haya oído. Es bastante larga, pero no creo que pueda cansarle; y, por si desea alguna corroboración, me he permitido hacer venir a Curt Warren.
—¡Oh!—exclamó el doctor Fell restregándose las manos con entusiasmo— ¡Eh! ¡eh! ¡eh! ¡Como en las buenas épocas! Naturalmente que tengo tiempo, y traiga a quien quiera. Vuelva a llenar el vaso y vengan esos detalles.
Morgan bebió un gran sorbo e inspiró profundamente.
—Ante todo —dijo, con la actitud de quien comienza un discurso— quiero llamarle la atención sobre un grupo de personas que compartía la mesa del capitán en el “Queen Victoria”, y entre quienes, afortunada o desafortunadamente, me encontraba yo. Desde un principio pensé que la travesía sería aburrida, pues todos parecían imbuidos de virtud, como de un fluido embalsamador, y media hora después de abrirse el bar sólo quedaban en él dos personas, sin contarme a mí. Así fue cómo conocí a Valvick y a Warren. El capitán Thomassen Valvick era un ex-contramaestre noruego que solía comandar barcos de carga y pasajeros en la ruta del Atlántico Norte; ya retirado, habita un cottage en Baltimore con su mujer, un Ford y nueve hijos. Era corpulento como un boxeador, con bigotes rojizos, gesticulaba pesadamente y acostumbraba resoplar por la nariz, antes de reír. Y era el hombre de mejor humor que se haya sentado jamás durante toda una noche a referir cuentos, interminables e increíbles, que alcanzaban la máxima gracia por el cerrado acento nórdico del relator. No le preocupaba que lo llamaran mentiroso. Tenía claros ojos azules, parpadeantes, semicerrados por las arrugas, el rostro enrojecido y arrugado, y una carencia absoluta de dignidad. Comprendí que sería un viaje incómodo para el capitán Sir Héctor Whistler.
“En realidad el capitán Valvick había conocido al comandante del “Queen Victoria” tiempo atrás, antes de que Whistler fuera el profesional severo y experimentado que ahora ocupaba la cabecera de la mesa. Allí estaba Whistler, cada vez más violento, con su mandíbula tan contraída como los hombros, tan cubierto de cordones dorados como un árbol de Navidad; allí estaba Whistler con los ojos puestos en Valvick. Lo contemplaba exactamente como se observa el plato de sopa sobre la mesa del barco cuando hay mar gruesa, pero con ello no logró aquietar a Valvick ni poner freno a sus historias.
“Al principio no tuvo mucha importancia; pero muy pronto, y de manera inesperada, tuvimos mal tiempo y las borrascas y las abrumadoras combinaciones de cabeceos y rolidos retuvieron a casi todos los pasajeros en los camarotes. Los brillantes salones quedaron espectralmente desiertos. Los pasillos crujían como canastos destrozados; el mar rugiente y agitado nos arrojaba contra la mampara o nos lanzaba hacia adelante. Ascender una escalera era toda una aventura. A mí, personalmente, me agrada el mal tiempo; me gusta el viento que se cuela cuando uno abre una puerta; me gusta el olor de la pintura blanca y de los bronces lustrados, que según dicen produce el mareo, cuando los pasillos se balancean y descienden como si fueran un ascensor, pero a otras personas esto no les interesa; por eso éramos sólo seis a la mesa del capitán: Whistler, Valvick, Margaret Glenn, Warren, el doctor Kyle y yo. Las dos semi-celebridades que deseábamos ver estaban representadas por otras tantas sillas vacías... Eran el viejo Fortinbras, que dirige un dúctil teatro de marionetas, y el vizconde Sturton. ¿Conoce usted a. alguno de ellos?
El doctor Fell acarició su gran mechón de cabellos grisáceos.
—¿Fortinbras?—exclamó— ¿No he leído algo acerca de él en alguna revista de campanillas? ¿No es un teatro de no-sé-dónde de Londres, en el que las marionetas son casi de tamaño natural y pesan tanto como los seres de carne y hueso, y donde se da teatro clásico francés?
—Justamente —dijo Morgan asintiendo—. Lo ha venido haciendo por propio entretenimiento, o con el místico propósito de preservar las Artes Superiores, durante los últimos diez o doce años. Tiene un pequeño teatrucho con simples bancos y capacidad para cincuenta personas en alguna parte de Soho.
Antes iban allí únicamente los chiquillos de la colonia extranjera, que se enloquecían con él. El “caballito de batalla” del viejo Fortinbras era su dramatización de “la Canción de Rolando” en versos libres franceses. Esto lo supe por Peggy Glenn quien me dijo que él mismo asumía la mayoría de los papeles declamando estrepitosamente las nobles líneas desde las bambalinas, mientras manejaba las figuras con un ayudante. El peso de las marionetas —alrededor de cincuenta kilos cada una, con su relleno de aserrín, armadura, espada y adornos— se sostenía como un riel sobre el que se hacía correr a los muñecos, y un complicado juego de alambres movía los brazos y las piernas. Esto es muy necesario, pues lo que más hacen las marionetas es pelear, y los chiquillos del auditorio brincan de un lado para otro y gritan hasta quedar roncos.
“Como comprenderá usted, los niños prestan muy poca atención a los sentimientos elevados. Tal vez ni siquiera oyen, ni alcanzan a comprender de qué se trata. Todo lo que saben es que el Emperador Carlomagno va a presentarse en escena con armadura de oro, un manto escarlata, una espada en una mano y un hacha de combate en la otra; tras él se atropellarán tambaleantes los nobles de la corte, con ropajes no menos brillantes y armas no menos mortíferas. Por el otro lado aparece el emperador de los Sarracenos y sus hombres armados hasta los dientes. Luego, todos los muñecos se inclinan en el aire, en diversas posiciones desequilibradas, mientras Carlomagno, con voz de trueno, dice: “¿Qué miráis, amigo? ¡Voto a...! ¡Basta ya, a Dios gracias! ¡Bellaco!”, y hará un discurso de cerca de veinte minutos en versos libres. Todo para decir que los moros no tienen nada que hacer en Francia y que harían mejor en irse al demonio... o a cualquier otra parte. El emperador de los Sarracenos levanta entonces la espada contestando con una arenga de quince minutos, cuyo contenido podría sintetizarse en “¿Decíais?” Entonces Carlomagno, lanzando su grito de guerra, le asesta un golpe con su hacha de combate. Esto no es sino el comienzo, como comprenderá; los muñecos se levantan sobre el escenario y vuelan unos sobre otros como gallos en el reñidero, blandiendo las espadas y entablando una batalla como para hundir el techo. De vez en cuando se descuelga a un muñeco del riel, y se lo da por muerto, y cae sobre el tablado levantando una nube de polvo. Los remolinos y los golpes prosiguen a pesar de la nube de polvo, mientras el viejo Fortinbras enronquece detrás de la escena gritando los nobles versos hasta que los chiquillos enloquecen de entusiasmo. Ya puede entonces caer el telón, y ya puede salir a saludar el viejo Fortinbras, resoplando y secándose el sudor de la frente, inmensamente feliz ante las aclamaciones del auditorio; puede echar un discurso sobre la gloria de Francia, que le aplaudirán con igual estruendo sin saber siquiera de qué está hablando... ¡Es un artista feliz! ¡Un artista apreciado!
“Bien, la cosa era inevitable; tarde o temprano los pedantes habrían de descubrirlo, a él y a su arte. Y así fue. De la noche a la mañana se hizo famoso: un genio incomprendido que el público británico había descuidado vergonzosamente. Ya no entran más niños allí, ahora va sólo la crema y quienes desean discutir a Corneille y a Racine. Supongo que el viejo se habrá quedado bastante intrigado; de todas maneras recibió una oferta abrumadora para exhibir en América los dramas clásicos, lo que dió por resultado una larga gira triunfal.”
Morgan tomó aliento.
—Todo cuanto digo lo he sabido por miss Glenn, quien es —y lo ha sido desde mucho antes que la cosa fuera popular— una especie de secretaria o gerente general del viejo, que es pariente de ella por la rama materna. El padre de miss Glenn era párroco rural o maestro de escuela, o algo por el estilo. Cuando murió, ella vino a Londres y habría muerto de hambre si el viejo tío Jules no la hubiera llevado consigo. La muchacha es diabólicamente bonita y parece afectada y relamida hasta que uno advierte cuánta espiritualidad hay en ella, o hasta que ha tomado unas copas; entonces es resplandecientemente terrible.
Peggy Glenn vino a sumarse a nuestro grupo, y fue inmediatamente seguida por mi amigo Curtís Warren. A usted le agradaría Curt. Es un poco atropellado; es el sobrino preferido de cierto gran personaje del actual gobierno norteamericano...
—¿Qué personaje? —preguntó el Dr. Fell—. No conozco a ningún Warren que sea...
Morgan tosió.
—Es por el lado de su madre —respondió— y eso tiene mucho que ver con mi relato. Basta decir que se trata de alguien que no está lejos del mismo F. D.{1}
“Este personaje es, por otra parte, una de las figuras más honorables y pomposas de la política.
“En resumidas cuentas, tocó algunos resortes (no creo que ni usted pudiera hacer otro tanto), y obtuvo para Curt una plaza en el servicio consular; no es un puesto óptimo: un rincón olvidado en Palestina, o Dios sabe dónde, pero Curt podía pasear por toda Europa antes de consagrarse a la pesada tarea de estampillar facturas, o lo que fuera. Su hobby, por otra parte, es filmar películas cinematográficas de aficionado. Está en buena posición y creo que tiene, no sólo una cámara de gran tamaño, sino también un equipo de sonido como los que se utilizan para los noticiosos.
“Pero, hablando de grandes personajes, llegamos a la otra celebridad a bordo del “Queen Victoria”, también inmovilizada por el mareo: Éste era nada menos que lord Sturton, al que llaman, como usted sabe, el Ermitaño de Jermyn Street. No ve a nadie, no tiene amigos, todo lo que hace es coleccionar joyas raras...
El doctor se sacó la pipa de la boca y parpadeó.
—A ver —dijo suspicazmente— quiero saber algo antes de que continúe ¿Se trata, por casualidad del famoso cuento del diamante fabuloso conocido con el nombre de “El Lago de Luz” o algo semejante, sacado del ojo izquierdo de un ídolo de Birmania, y llevado luego por un siniestro extranjero en el turbante? De ser así, maldito si sigo escuchando...
Morgan contrajo el entrecejo sardónicamente.
—No —respondió—, ya le he dicho que es un asunto embrollado y mucho más curioso. Pero estoy obligado a confesar que una joya figura también en mi relato; fue lo que nos confundió más y lo que complicó todo infernalmente cuando se enredaron los hilos.
—¡Hum! —exclamó el doctor Fell mirándolo fijamente.
—Y también me veo obligado a admitir que la joya fue robada.
—¿Por quién?
—Por mí —dijo Morgan inesperadamente. Luego, cambiando de tono: —...o por varios de nosotros, para ser más exacto. Ya he dicho que aquello fue una pesadilla. Se trataba de un elefante de esmeralda. Un gran pendiente sin ningún valor histórico, pero de gran valor intrínseco... una curiosidad, una rareza. Por eso mismo la buscó Sturton. Era un secreto a voces que había estado negociando su compra a un millonario arruinado de Nueva York. La compró a buen precio, según me dijo Curt Warren. El tío de Curt, es amigo de Sturton; y el tío de Curt le contó a éste cuanto se relacionaba con la operación, poco antes de que Curt se embarcara. Probablemente la mitad del pasaje conocía el rumor. Todos esperábamos verlo cuando subiera a bordo... un hombre curioso ya viejo, coloradote, con unas patillas pasadas de moda y la mandíbula colgante. Viajaba acompañado sólo por una secretaria. Cruzó la planchada como una exhalación, envuelto en una bufanda y maldiciendo a cuantos se ponían a su alcance.
“Ahora bien, es raro, por muchas razones, que usted haya mencionado la remanida historia de la joya fabulosa, porque la tarde en que comenzó el embrollo (fue al anochecer del cuarto día de viaje, y tres días antes de desembarcar), Peggy Glenn, Valvick y yo, habíamos estado discutiendo sobre el elefante esmeralda tal como es posible hacerlo tendidos en sillas de cubierta con una manta sobre las rodillas y muy poco en qué pensar, como no fuera en el llamado de la campanilla para tomar el té. Discutíamos si estaría en poder de lord Sturton o bajo llave en la cabina del capitán; y en cada caso, cómo podría ser robada. Reconozco que Peggy había desarrollado un plan muy ingenioso y complicado, pero yo no escuchaba con atención. Habíamos tenido tiempo de conocernos bien en esos cuatro días y éramos muy poco ceremoniosos. En realidad —agregó Morgan— yo estaba casi dormido cuando...
II INDISCRECIONES DEL TÍO WARPUS
Brillaba en el cielo un blando resplandor amarillo, el crepúsculo había empezado a caer, y el mar grisáceo mostraba cambiantes luces en las blancas crestas de las olas cuando el “Queen Victoria” enfrentó una imponente montaña de agua. El horizonte subía y bajaba acompañado por un silbido como de hervidero. Un viento ingrato castigaba la cubierta principal, casi desierta. Allí, recostado en una silla, bien envuelto para preservarse del frío. Morgan dormitaba letárgico, en el estado de ánimo que sobreviene cuando el murmullo del mar es tan confortable como un buen fuego. Pensaba en que pronto se encenderían las luces en el barco y en que el té sería servido en el lounge mientras tocara la orquesta. Sus dos compañeros estaban momentáneamente en silencio. Morgan se dedicó a observarlos.
Margaret Glenn había dejado caer su libro sobre la falda; ella también descansaba en una silla de cubierta con los ojos semicerrados. Su rostro vivaz y bonito, más bien delgado —que a menudo adoptaba una afectada expresión de institutriz— parecía ahora intrigado y contrariado. Columpiaba los anteojos de leer por una de las patillas de carey. Un destello cruzó por sus ojos castaños. Envuelta en un cuello de piel y en una chalina que flameaba furiosamente, un mechón de sus negros cabellos asomaba bajo el pequeño sombrero color castaño, y bailaba movido por el viento.
—¿Qué puede estar reteniendo a Curt? —preguntó—. Es casi la hora del té, y hace rato que prometió estar aquí. Íbamos a tomar un par de cócteles con ustedes dos. —Cambió de posición, y sus ojos se dirigieron gravemente hacia el pasillo que desembocaba a su espalda como si esperara encontrar a Warren allí.
—Yo lo sé —exclamó Morgan perezosamente—. Es la desafiante rubiecita de Nashville. Usted la conoce; la que va por primera vez a París, y dice que desea hallar experiencias para su alma.
Volviendo el rostro enrojecido por el viento, la muchacha estaba a punto de replicar a esta observación cuando notó la expresión de su interlocutor.
—¡Bah!—repuso sin calor—. ¿Esa farsante?; conozco su tipo. Se viste como una perdida y no dejaría que un hombre se le acercara. No olvide lo que voy a decirle —prosiguió la señorita Glenn—. Desconfíe de las mujeres que buscan adquirir experiencia para su alma. Con eso sólo quieren significar que no desean comprometer el cuerpo en ello —concluyó y frunció el ceño—. Pero ¿qué puede haberle pasado a Curt? Pues aun teniendo en cuenta la famosa informalidad de los norteamericanos...
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —prorrumpió en un arranque de inspiración el capitán Thomassen Valvick— Yo se lo diré: tal vez sea como el caballo.
—¿Qué caballo? —preguntó Morgan.
El capitán Valvick profirió uno de sus resoplidos habituales e inclinó sus grandes hombros. Aunque el barco cabeceaba y rolaba en forma que hacía chocar las sillas de cubierta unas contra otras, él se mantenía parado sin dificultad. Su larga cara rojiza estaba surcada por arrugas de placer, y detrás de sus pequeños anteojos de oro, los claros ojos azules brillábanle con picardía. Hizo un guiño, volvió a resoplar roncamente a través del bigote pelirrojo, torció sobre una oreja la gran gorra de tweed, e hizo un ademán tan recio, que en un hombre menos grande habría equivalido a un golpe.
—¡Ah! ¡ah! ¡ah!—tronó el capitán Valvick—. Les diré; en Noruega, tenemos una costumbre. Cuando ustedes quieren detener un caballo, dicen ¡Uh!, pero nosotros no. Nosotros decimos: ¡Bru-buhublu-bluhu- bluhuhu!
Sacudiendo la quijada y levantando la cabeza como Tarzán sobre su presa, el capitán Valvick hizo entonces el ruido más extraordinario que Morgan hubiera oído jamás. No puede ser reproducido con signos fonéticos. Escrito pierde toda su belleza y sugestión. Era algo semejante al ruido que produce el agua al salir de la bañera pero elevándose luego hasta una vibrante nota triunfal, como de grito de batalla, con trémolos y matices de desagües defectuosos y de caños rotos; como si, por ejemplo, Paul Whiteman hubiese compuesto una sinfonía sobre el tema y la hiciera ejecutar con fuerza por los cobres y las cuerdas.
—¡Bruhu-bluhu-buh-luhu-lulu-bu-luhuhu-Uh!—bramó el capitán Valvick recomenzando con sus sacudidas de mandíbulas y levantando la cabeza al llegar al punto culminante.
—¿No es demasiado trabajo? —preguntó Morgan.
—¡Oh, no! Lo hago con facilidad —replicó burlonamente el otro asintiendo con complacencia—, pero, como iba a contarles, la primera vez que quise intentarlo con un caballo de habla inglesa, no me comprendió. Entonces yo era joven y cortejaba a una muchacha que vivía en Vermont, donde siempre nieva como en Noruega. Pensé invitarla a pasear en trineo. Alquilé el mejor caballo y un trinco. Dije a la chica que estuviera lista a las dos de la tarde, y fui a buscarla. ¡Naturalmente que yo quería causar una buena impresión en la chica, por eso venía fogosamente por el camino! La vi parada en la puerta esperándome; pensé qué importante sería hacer una entrada espectacular y entonces dije a mi caballo: ¡Bruhu-bluhu-bulu-bluhuhu!, bien fuerte, para poder detenerlo en la puerta, ¡pero no se detuvo! Yo pensé: ¡Caracoles! ¿Qué demonios ocurre a este condenado caballo?—aquí el capitán hizo un gesto dramático—; entonces volví a gritarle: ¡Bruhu-bluhu- bluhu!, y me incliné sobre el pescante y se lo dije otra vez. Entonces el caballo volvió la cabeza y me miró, ¡pero pueden estar seguros de que no se detuvo! Siguió marchando, pasó de largo por la casa donde la muchacha estaba esperándome, y cuando yo le decía: ¡Bruhu-bluhu-buluhu-Uh! galopaba más rápidamente. La muchacha me miraba con los ojos muy abiertos y parecía divertida, pero el caballo volaba calle arriba. Todo cuanto pude hacer fue pararme en el trineo y saludarla con el sombrero a medida que me alejaba, y seguí haciéndolo hasta que doblamos en un recodo y la perdí de vista...
Todo esto fue relatado con gran despliegue de pantomimas y tirando de las riendas de un caballo imaginario. Sacudiendo la cabeza con un gran suspiro melancólico, el capitán parpadeó con benevolencia.
—...nunca más conseguí que la chica saliera conmigo. ¡Ah!
—Pero no veo qué relación... —protestó Peggy Glenn mirándolo perpleja—. ¿Qué tiene que ver eso con Curt Warren?
—Yo no sé —reconoció su interlocutor rascándose la cabeza—. Yo sólo quería contar el cuento... Tal vez Curt esté mareado. ¿Eh? ¡Ah! ¡ah! ¡AH! Eso me recuerda... ¿Nunca les conté cuando el cocinero se comía todas las arvejas de la sopa y...?
—¿Mareado? —exclamó la muchacha con indignación—, ¡tontería! por lo menos, espero que no. Mi tío lo está pasando muy mal; y sufre más porque ha prometido dar una función de marionetas en el concierto de a bordo. ¿No sería mejor que fuéramos a ver qué le ha pasado a Curt? —Se detuvo porque un camarero de saco blanco que había salido por la puerta más próxima se acercaba atisbando en la oscuridad. Morgan lo reconoció. Era el camarero de su propia cabina: un joven de rostro jovial, negro cabello lacio y prominente mentón. Se acercaba con aire misterioso. Resbalando por la empapada cubierta hizo un ademán dirigido a Morgan y dijo elevando la voz sobre el ruido del agua:
—Mr. Warren, señor, pide que lo disculpen y dice que desearía verlo a usted y también a sus amigos...
—¿No le ocurre nada, verdad?—preguntó Peggy Glenn incorporándose—. ¿Dónde está? ¿Qué le pasa?
El camarero pareció dudar, luego dijo para tranquilizarla:
—No es nada, señorita, no es nada. Sólo que creo que alguien lo golpeó.
—¿Qué?
—...le pegó en un ojo... y en la nuca. Pero está perfectamente. Lo dejé sentado en el suelo de su camarote —agregó el camarero casi con admiración— con una toalla en la cabeza y un trozo de película cinematográfica en la mano, echando maldiciones. Pero en realidad, se llevó un buen golpe.
Todos se miraron, y luego echaron a correr tras el camarero. El capitán Valvick soplaba y resoplaba a través del bigote lanzando horribles amenazas. Al abrir violentamente una de las puertas se encontraron, de pronto, en el tibio pasillo con olor a pintura y caucho. Warren era el único ocupante de un camarote doble situado sobre la cubierta C de estribor. Descendieron una escalera ondulante, cruzaron el pasillo que conduce al comedor y golpearon en la puerta C 91.
El semblante de Curtís G. Warren, de ordinario tan displicente y de buen humor, reflejaba ahora contrariedad. La aureola de las maldiciones recientes lo rodeaba todavía con la persistencia del perfume del ajo. Una toalla mojada había sido envuelta alrededor de su cabeza, como un turbante. En su mejilla se distinguían marcas de nudillos. Los ojos verdosos de Warren se fijaron amargamente en los recién venidos; los cabellos asomaban sobre el vendaje con fantasmal tiesura, y en la mano tenía lo que parecía ser un trozo de película cinematográfica con perforación para sonido, rasgada en un extremo. Sentado en el borde de la cama era apenas visible desde afuera en la amarillenta penumbra que abarcaba el camarote totalmente revuelto.
—Pasen —dijo Warren. Y en seguida explotó—. Cuando lo agarre... —anunció tomando aliento como quien comienza un discurso y separando cuidadosamente sus palabras—; cuando agarre al cobarde y miserable que quiso marcharse con esto, cuando me encuentre con la jeta del depravado hijo de mala madre que anda golpeando a la gente con cachiporra...
—¡Curt! —gimió Peggy Glenn abalanzándose a examinarle la cabeza y volviéndosela de un lado a otro como si sólo quisiera mirarle detrás de las orejas.
—¡Oh! —se lamentó Warren desembarazándose de ella.
—Pero querido ¿qué ha ocurrido?—preguntó la muchacha— ¡Oh! ¿por qué has permitido que ocurra esto? ¿Estás herido?
—Querida —replicó Warren con tono digno—, puedo afirmarte que no ha sido sólo mi dignidad la que ha resultado lesionada. Cuando terminen de remendarme la cabeza voy a parecer una pelota. En cuanto a lo que yo pueda haber hecho para provocar esto... ¡bueno! —agregó dirigiéndose pensativamente a Morgan y al capitán— necesito ayuda. Estoy en un aprieto; y esto no es cuento.
—¡Ah!—gruñó Valvick—. Usted debe decirme quién lo golpeó, ¿eh? ¡Ah! Entonces yo voy a agarrarlo y...
—Lo malo es que no sé quién fue.
—Pero ¿por qué? —inquirió Morgan mientras contemplaba el desorden de la cabina. El otro hizo una mueca agria.
—Ésa es la cosa. ¿Saben si hay a bordo algún ladrón internacional... alguno de esos príncipes o princesas de Quién-Sabe-Dónde que siempre aparecen en Monte Carlo?; porque me han birlado un importante documento de estado... No... no estoy diciendo chiquilladas. Ni sabía que ese maldito papel estaba en mi poder, ni se me ocurrió pensarlo; creí que había sido destruido. Les digo que estoy en un aprieto: no es broma. Siéntense por ahí, y les contaré lo que ocurrió.
—Lo que harás será ir inmediatamente a ver al médico —rebatió enfáticamente Peggy Glenn—. Si crees que voy a consentir que sufras un ataque de amnesia o de algo por el estilo...
—Escucha, chiquilla —suplicó él, esforzándose por conservar la calma—. Parece que todavía no comprendieras. Esto es... dinamita... es,…como una de esas novelas de espías de Hank, sólo que con algo nuevo en el tema. Cuando pienso... Vean este trozo de film.
Lo tendió a Morgan, quien lo examinó contra la débil luz que entraba por la puerta. Todas las fotografías representaban un caballero canoso elegantemente vestido de etiqueta, con el puño en alto, en ademán de pronunciar un discurso, y con la boca muy abierta, como si se tratara de una perorata muy enérgica. Además, toda su honorable persona presentaba un aspecto sumamente equívoco: la corbata, torcida, estaba bajo una oreja, y los hombros y la cabeza salpicados con algo que parecía nieve, pero que finalmente resultó ser papel picado.
El rostro le resultaba vagamente familiar. Morgan lo tuvo que mirar un momento para percatarse de que se trataba nada menos que de cierto gran personaje, la más reluciente pechera almidonada de la administración nacional, el omnipotente hacedor de lluvias y Gran Sacerdote del cacareo. Su voz acariciadora y optimista había inspirado en millones de americanos, por medio de la radiotelefonía, sueños de una fulgurante era de prosperidad nacional en la que se emprenderían grandes planes sin necesidad de desembolsar un centavo, y otras concepciones semejantes propias del milenio. Su dignidad, su cultura, su proverbial cortesía...
—Sí, tiene razón —respondió Warren con amargura—. Es mi tío, pero no se rían, porque es un asunto absolutamente serio. Mi tío Warpus es una excelente persona, créanmelo. Ha llegado a la alta posición que ocupa como hubiera podido llegar otro cualquiera, aunque algunos no lo crean. Los políticos necesitan, de vez en cuando, una válvula de escape, pues de otro modo correrían peligro de enloquecer, de morder la oreja a algún embajador, o de algo semejante. Cuando todo anda mal en el país y algunos Cabezas-Duras obstaculizan toda medida razonable, los políticos suelen explotar; especialmente si están en buena compañía y han ido a un par de fiestas sociales.
—Bien —continuó Warren—. Mi hobby es tomar películas cinematográficas de aficionado, con el agregado (y que Dios me ayude) del sonido. Alrededor de una semana antes de embarcarme tuve que ir a Washington para hacerle al tío Warpus la visita de despedida. —Warren apoyó el mentón en las manos y contempló irónicamente a los otros que habían retrocedido hasta encontrar asiento. — No podía traer conmigo a bordo los aparatos de cinematografía; son demasiado complicados. Mi tío me sugirió que se los dejara. A él le interesa esa clase de cosas y como pensó que le resultaría agradable entretenerse con ellos, me pidió que le enseñara su manejo. La noche que llegué —prosiguió Warren tomando asiento—, había una gran fiesta en casa del tío Warpus, pero él con algunos de sus colegas del gabinete y de la Cámara habían huido del baile y se habían refugiado en el piso alto, en la biblioteca, donde jugaban al póker y bebían whisky. Cuando llegué pensaron que sería una excelente idea que yo tomara algunas amables películas parlantes, allí, en la biblioteca. Demoré algo en hacer los preparativos necesarios con ayuda del mayordomo, y, entretanto, ellos bebieron algunos cordiales vasos de whisky. Algunos habían ya ingerido una buena cantidad de alcohol, y el mismo tío Warpus estaba aflojando considerablemente.
Warren dirigió melancólicamente la vista al cielorraso.
—Todo comenzó muy seria y formalmente; el mayordomo era el cameraman y yo registraba el sonido. Primero el Honorable William T. Pinkis recitó el discurso de Lincoln en Gettysburg. Eso anduvo muy bien. Luego el honorable secretario de Agricultura Interestatal representó la escena del puñal de “Macbeth”, que es un pasaje difícil, usando como puñal una botella de gin. Una cosa trajo la otra y después que el senador Bórax cantó “Annie Laurie”, formaron un cuarteto para interpretar “¿Dónde está esta noche mi muchacho vagabundo?” y, “Ponte tu viejo sombrero gris”.
Sentada en la litera con la espalda contra la pared, Peggy Glenn lo contemplaba con expresión consternada, abriendo los rosados labios y levantando las cejas.
—¡Oh, Curt!—protestó la muchacha—. ¡Estás burlándote de nosotros! Sólo imaginar a nuestra Cámara de los Comunes...
—Pongo al cielo por testigo de que es tal cual... —comenzó Warren alzando fervorosamente las manos, pero se puso ceñudo cuando Morgan se echó a reír—. Te digo, Hank, que esto es serio...
—Ya lo sé —convino Morgan adoptando ahora un gesto pensativo—. Creo que comprendo lo que sigue. Continúa.
—Creo que hacían muy bien —afirmó enérgicamente el capitán Valvick aprobando—. Yo he querido probar siempre una de esas cosas también. Por ejemplo, mi imitación de dos barcos de carga en la niebla. Es muy buena. Oigan ustedes: ¡Ha! ¡Ha! ¡Ha!
Warren cavilaba.
—Bien, como les iba diciendo, una cosa trajo la otra. La orden de abrir el fuego vino cuando uno de los miembros del gabinete, que se había estado riendo hasta entonces para su coleto, se puso a contar el cuento del marinero y la hija del chacarero. Vino después la mayor sensación de la noche. Mi tío Warpus, que estaba meditando en un rincón, se sintió dominado por un repentino sentimiento de rebelión contra la injusticia. Anunció que pronunciaría un discurso. Lo hizo. Se puso frente al micrófono, aclaró la voz, alzó los hombros, y allí ardió Troya. En cierto modo —continuó Warren con admiración— aquello fue lo más divertido que jamás haya escuchado. Tío Warpus había debido dominar durante mucho tiempo su sentido del humor, pero yo conocía ya su talento para hacer discursos políticos en broma. Y en esa oportunidad no hizo sino dar su pintoresca y libre opinión, sin ninguna clase de censura, sobre los procedimientos de los gobiernos, la gente que los forma y todo cuanto tenía relación con ese asunto. Después discutió la política internacional y los armamentos. Se dirigió a las autoridades de Alemania, Italia y Francia explicando exactamente lo que pensaba de sus parentelas y relaciones sociales confesadas y les indicó adónde podían arrojar a sus barcos de guerra para su máximo efecto posible... —Warren se secó el sudor que le corría por la frente—. Como ustedes comprenden, tenía la forma de un discurso de barricada en broma, con un montón de referencias fantásticas sobre Washington y Jefferson, y la fe de los Padres. Pues bien, las otras eminentes esponjas así lo comprendieron y lo festejaban con aplausos. El senador Bórax se apoderó de una pequeña banderita norteamericana, y cada vez que mi tío hacía una alusión significativa, el senador Bórax ponía la cabeza frente a la cámara y agitaba la bandera por unos segundos diciendo ¡Hurra!... Aquello era escalofriante. Confieso que como alarde oratorio no he oído nada que lo supere, pero sé de dos o tres pasquines de Nueva York que darían tranquilamente un millón de dólares por una veintena de metros de ese film.
Peggy Glenn, luchando entre la risa y la incredulidad, inclinada hacia adelante en su asiento, lo miraba asombrada.
—Pero a mí me parece —volvió a protestar— que eso es absurdo, eso... no está bien, ustedes saben...
—¿... y a mí me lo dices? —replicó Warren con amargura.
—...y toda esa gente de tanto prestigio. ¡Es horrible! ¡No! No me digan... ¡Oh! Pero... ¡si es absurdo! ¡No puedo creerlo!
—Querida —prosiguió amablemente Warren—, es que tú eres inglesa. No comprendes el carácter americano. No es de ningún modo irracional. Es, sencillamente, uno de esos escándalos que a veces ocurren y que deben ser silenciados de algún modo. Sólo que éste es un escándalo de proporciones tan enormes y desconcertantes que... ¡Ni que hablar de la explosión que podría causar en mi país! Arruinaría al tío Warpus y a muchos otros con él, pero ¿ustedes pueden imaginarse el efecto que esas opiniones producirían, por ejemplo, en algunos estadistas de Alemania o de Italia? En todo caso, no les haría ninguna gracia; y si no andan de un lado a otro mesándose los cabellos y no se precipitan a declarar la guerra, será sólo porque algunos otros habrán tomado la precaución de sentárseles sobre las cabezas. ¿El TNT? ¡Bah! El TNT es un petardo de juguete comparado con esto.
En la cabina estaba oscureciendo. El cielo habíase cubierto de abultadas nubes. El barco experimentó una trepidación por encima del lastimero zumbido de las hélices, y aumentó el estruendo y el silbido del agua al cabecear. En la repisa del lavabo entrechocaron los vasos y la jarra del agua. Morgan se enderezó para encender la luz.
—...y alguien te la robó. ¿No es eso? —preguntó.
—Sí, pero sólo la mitad. Les contaré cómo fue. A la mañana siguiente a aquel pequeño carnaval, el tío Warpus se despertó con la sensación clara de lo que había hecho. Vino precipitadamente hasta mi habitación; aparentemente había sido bombardeado por teléfono desde las siete de la mañana por los otros transgresores. Tuve la suerte de poder darle toda clase de seguridades; por lo menos, así lo creí yo mismo. No tenía por qué haber dificultades: no había tomado sino dos rollos. Cada rollo estaba envuelto en un paquete como éste.
Warren buscó debajo de su cama una caja angosta y larga, semejante a una valija. Estaba cerrada sin llave; abrió el resorte. Dentro de ella había varias latas circulares de unos veinticinco centímetros de diámetro, pintadas de negro y con misteriosas anotaciones de tiza. Una de ellas, sin tapa, contenía parte de un rollo mal arrollado y del que se notaba que una buena parte había sido arrancada. Warren tapó la lata.
—Traje algunas de mis mejores películas —explicó—. Tengo un pequeño proyector y creí poder entretener a la gente del otro lado. La noche de la elocuencia del tío Warpus, yo mismo estaba un poco alegre. Encargué al mayordomo la tarea de envolver las películas y le enseñé cómo debía hacerlo. Sólo ahora me doy cuenta de lo que debe haber ocurrido; él habrá confundido las anotaciones. Destruí cuidadosamente dos tambores pensando que serían aquéllos, pero como un imbécil —Warren sacó un cigarrillo y lo puso oblicuamente entre sus labios—, como un imbécil sólo examiné cuidadosamente uno de los rollos. Por eso destruí el discurso de Gettysburg, la escena del puñal y el coro de “Annie Laurie”, pero el resto... bueno... ahora me imagino qué habrá sido: de lo que me deshice fue sin duda de unas excelentes tomas en el Parque Zoológico de Bronx.
—¿...y el resto?
Warren señaló el piso.
—Estaba en mi equipaje, sin yo saberlo. Ni lo sospeché hasta esta tarde. ¡Qué situación! El asunto es que fui a la cabina del radio operador porque tenía que enviar un telegrama urgente a mi casa...
—¡Oh! —dijo Miss Glenn, incorporándose y contemplándolo con expresión recelosa.
—...Sí, al viejo. El operador me dijo que acababa de recibir un mensaje para mí; también agregó: “Parece en clave. ¿Quiere controlarlo y ver si está bien?” ¡En clave! Lo observé y me pareció tan curioso que lo leí en voz alta. Como ustedes comprenderán, con el trajín del viaje y las cosas de a bordo había olvidado por completo aquella pequeña función. Además el radiograma no tenía firma, supongo que el tío Warpus no se atrevió... —Warren movió la cabeza pesarosamente. Tenía un aspecto extraño, con la cabeza cubierta por lo que parecía un turbante, el cigarrillo colgando del costado de la boca y el rostro compungido como un escolar a quien se ha aplicado un castigo. Sacó el radiograma del bolsillo. Decía: “rastros encontrados al barrer. Hiller”... —se refiere al mayordomo, un antiguo servidor de la familia que no diría una palabra aunque el tío Warpus se robara la platería de la Casa Blanca—...”Hiller inquieto stop parecen osos stop es el verdadero rollo stop urgente destruir broma stop avisa sobre osos.”
—¿Cómo? —preguntó el capitán Valvick, quien ahora resoplaba lentamente.
—Eso fue lo más que pudo aventurarse a decir —explicó Warren—. Los osos hacen pensar en el zoológico; pero no es algo que tenga mucho sentido, si se lo presentan a uno inesperadamente. Lo comenté con el radiotelegrafista, y hasta diez minutos después no me di cuenta... ¡cómo iba a adivinar que era del tío Warpus!... Por eso no comprendía esas palabras... hasta que de golpe caí en la cuenta de qué se trataba. Vine corriendo a mi cabina. Estaba oscureciendo. Además, la cortina estaba corrida sobre la puerta... pero había alguien dentro.
—...y, por supuesto, tú no pudiste ver quién era —agregó Morgan.
—Cuando encuentre a ese miserable... —gruñó Warren escapando por la tangente y dirigiendo miradas asesinas a la botella del agua— cuando lo encuentre... No. Todo cuanto sé es que se trataba de un hombre. Tenía la valija de las películas en el rincón. La mitad de los tambores estaban abiertos (según lo descubrí después) y tenía en sus manos “aquel” rollo. Me arrojé sobre él, y entonces me aplicó un buen golpe en la cara. Cuando pude asirlo tomé también un trozo del film. Volvió a golpearme. Aquí no hay mucho espacio y el barco cabeceaba mucho. Dimos contra el lavabo mientras yo trataba de golpearlo contra la pared. No me atrevía a dejarlo salir con la película., Después sólo vi un resplandor como de pólvora en toda la cabina: era la cachiporra en mi nuca. No perdí el sentido, pero todo giraba entre estrellas. Volví a golpearlo asiéndome decididamente del trozo de film que aún conservaba. Él llegó entonces hasta la puerta y logró salir. En ese momento debo haberme desmayado por unos minutos. Cuando volví en mí llamé al camarero, me refresqué la cabeza con agua y descubrí... —con el pie Warren levantó el trozo de película del suelo.
—¿Pero, no lo viste?—preguntó la muchacha con agitada ansiedad, tomándole de nuevo la cabeza y provocando un nuevo quejido—. Quiero decir... ¿cómo, si estuviste luchando con él...?
—No. No lo vi. Ya te lo he dicho. Podría haber sido cualquier persona. La cuestión es ¿qué debemos hacer ahora? Les pido que me ayuden. Tengo que encontrar esa película. Debe haberse llevado unos veinte metros, y eso es tan peligroso como si la tuviera toda.
III TRAMPA PARA UN LADRÓN DE PELÍCULAS
—Bien —observó Morgan pensativamente—. Creo que ésta es la misión de servicio secreto más embrollada que un héroe que se respeta puede ser llamado a cumplir. Excita mi instinto profesional.
Experimentaba una placentera inquietud. Allí estaba él, eminente escritor de novelas detectivescas, envuelto en una de esas aventuras lie espías, para recuperar un documento robado y preservar el honor de una persona importante. Algo que hubiera vuelto loco a Oppenheim; y él mismo, Morgan, reflexionaba, había usado muchas veces el ambiente de un lujoso transatlántico que deslizaba sus cubiertas iluminadas sobre mares tachonados de estrellas, colmado de elegantes villanos de monóculo que bebían champaña; de hermosas y pálidas damas de alto cuello, que no se interesaban en el amor; y de toda clase de vilezas. (Las mujeres del Servicio Secreto, en las novelas, no se interesan nunca por el amor. ¡Eso es lo malo!) Aunque el “Queen Victoria” difícilmente podría ser lugar apropiado para esas aventuras, Morgan analizó la idea y la encontró aceptable. Había comenzado a llover. El barco se movía como una cuba azotada por la marejada y Morgan se balanceaba al andar por el estrecho camarote, adoptando y rechazando planes, quitándose y poniéndose los anteojos y entusiasmándose más, minuto a minuto, con sus proyectos.
—¿Y bien...?—reclamó Peggy Glenn—. ¡Diga algo, Hank! ¡Naturalmente que lo ayudaremos! ¿Verdad?
Todavía parecía impresionada por el comportamiento de los encumbrados borrachines, pero se había despertado su sentido de la protección. También se había puesto los anteojos de carey para leer, lo que daba un aire desacostumbradamente sombrío (o de fingida petulancia si el lector lo prefiere) a su delgado rostro. Se había quitado el sombrero mostrando un colgante mechón de cabello negro. Sentada con una pierna cruzada sobre la otra, contemplaba a Morgan casi con fiereza.
—Querida, no quisiera perderme esto por nada del mundo. Es obvio —continuó con deleite y como para convencerse de que era cierto— que hay a bordo algún ladrón internacional, astuto e inteligente, que está dispuesto a apoderarse de esa película para su propio beneficio. Muy bien. ¡Formemos entonces una Alianza Defensiva!
—¡Gracias!—respondió Warren con alivio—. ¡Dios sabe que necesito ayuda! Como ven, son ustedes las únicas personas en quienes puedo confiar. ¿Qué haremos?
—Pues bien: tú y yo, Curt, seremos los Cerebros; Peggy será la Sirena, si llegamos a necesitar una; el capitán Valvick será el Músculo...
—¡Ah! —resopló el capitán asintiendo vigorosamente y alzando los hombros con aprobación. Contempló a todos con una guiñada y levantando los brazos prorrumpió con inmenso placer—: ¡Por Dios! ¡Por la Causa! ¡Por la Iglesia! ¡Por la Ley! —Y luego atronó repentinamente: — ¡Por Carlos, Rey de Inglaterra y Ruperto del Rin! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Morgan.
—No comprendo bien qué significa —admitió el capitán mirando a todos con avergonzada timidez— Lo he leído alguna vez en un libro, y me gustó. Cuando siento el corazón abatido, lo digo. Pero tengo que tener cuidado con los libros. Después que termino de leer uno, tengo que preocuparme de anotar el nombre para no olvidármelo y volver otra vez a leerlo todo entero. —Miró a todos con gran dulzura frotándose la nariz y preguntó: — Pero ¿qué es lo que ustedes quieren que yo haga?
—Ante todo —comenzó Morgan sin hacerle caso- es seguro que quieres evitar toda intervención oficial en este caso, Curt. ¿No es así? Es decir, nada de dar intervención al capitán Whistler...
—¡No, por Dios! —reaccionó violentamente el otro—. ¿No comprenden que no puedo hacer eso? Si recuperamos la cosa tendrá que ser bajo la más absoluta reserva; y eso será lo difícil. De toda la lista de pasajeros del vapor, ¿cómo vamos a encontrar a la persona que pudo haber querido robar eso? Además, ¿cómo sabía que yo tenía la película, si ni yo mismo lo sabía?
Morgan reflexionaba.
—Ese mensaje radiotelegráfico —dijo finalmente, y se quedó en silencio durante un momento—. Dijiste que lo habías leído en alta voz, y fue muy poco tiempo después de eso que el sujeto entró a robar en esta cabina. Parece demasiada coincidencia... ¿había alguien más que pudiera haberte oído?
Su interlocutor hizo un ruido burlón. Atento a la discusión, sacaba distraídamente de una valija, una botella de whisky.
—¡Bah!—exclamó Warren—, suponte que existiera a bordo un sujeto como el que pensamos, ¿qué hubiera podido significar para él ese estrafalario mensaje? A mí mismo me llevó mucho tiempo descifrarlo.
—Pues lo que ocurre entonces es que el ladrón era alguien que conocía la existencia de la película; es decir, alguien que sabía que se había impresionado ese film. Eso es posible, ¿verdad?
Warren vacilaba golpeando con los nudillos el turbante que envolvía su cabeza.
—Sí... supongo que es posible —admitió—. Al día siguiente circulaban toda clase de rumores. ¡Ustedes saben lo que es eso!, pero nosotros habíamos estado encerrados con llave en la biblioteca y, naturalmente, no puede ser ninguna de las personas que estaba en el juego. Como ya les dije, había una recepción en el piso bajo, pero ¿cómo se iban a enterar allí...?
—Pues, evidentemente, alguien lo supo —argumentó Morgan—. Y es en esa clase de recepciones, en esa clase de casas, donde puede encontrarse fácilmente a ese tipo de gentuza como la que buscamos... Ya tenemos por dónde empezar. —Meditó tirándose del lóbulo de la oreja.— El ladrón, quienquiera que sea, recoge algún rumor sobre su importante película, pero, suponiendo que ha sido destruida, abandona toda idea de apoderarse de ella; sin embargo viaja a bordo del “Queen Victoria”...
—¿Para qué? —preguntó Peggy Glenn con espíritu práctico.
—¿Cómo podría saberlo? —respondió ásperamente Morgan. Su imaginación viajaba por opulentos salones de baile, llenos de tiaras y galones, y siniestros desconocidos con barba que fumaban cigarrillos junto a las columnas—. Tal vez sea accidental; tal vez quien robó la película sea un ladrón profesional diplomático que va de capital en capital a la espera de lo mejor. Debemos admitir, de todos modos, que debe ser alguien que estuvo en Washington y tuvo noticias de aquella indiscreción... ¡Bien!, de acuerdo. Habría abandonado la idea, pero viajaría de todos modos en el mismo barco que Curt. ¿Si vieras la lista de pasajeros, Curt, podrías reconocer el nombre de alguien que hubiera estado en la fiesta en casa de tu tío, la otra noche?
Warren sacudió la cabeza.
—¡Había millones! Además, yo no conocía a nadie. No. Eso no sirve. ¿Pero lo que tú quieres decir es que el pájaro ese, después de abandonar la idea, escuchó el mensaje o parte de él en la cabina del radio-operador, y se apresuró a bajar antes que yo: aprovechando la oportunidad que se le brindaba de robármela antes de que me diera cuenta de lo que traía conmigo?
—Tendrá que haber andado rápido, sabiendo que, de otro modo, en cuanto lo supieras la tirarías por la borda. Y aquí hay otra cuestión —anunció triunfalmente Morgan apuntando con el índice la palma de la otra mano a medida que la idea germinaba en él—. El campo de exploración no es tan amplio como parecía al principio. Esto no es más que una teoría, pero ¡fíjense!, ¿no es casi seguro que esa persona debe ser alguna de las que ya han tratado de ganar tu confianza? Quiero decir que, si yo fuera un ladrón internacional, aun cuando no supiera que llevabas el rollo de película, estoy completamente seguro de que trataría de congraciarme contigo. Siendo el sobrino favorito del tío Warpus, eres una persona con quien interesa trabar amistad. ¿No les parece esto razonable?
Al llegar a éste punto, todos estaban ya totalmente absorbidos por la aventura y elaboraban teorías mientras forcejeaban para sentarse o incorporarse en la estrecha cabina. Warren, que había sacado vasos de papel y estaba sirviéndoles de beber, se detuvo. Alcanzó cuidadosamente un vaso a Peggy Glenn antes de hablar; luego dijo:
—Es curioso que hayas dicho eso...
—¿Por...?
—Aparte de ustedes mismos, conozco a muy poca gente a bordo. Por de pronto, el tiempo ha sido muy malo. Pero es curioso... —sopló violentamente dentro de un vaso de papel para abrirlo, después levantó la vista—. Había... veamos... cinco personas en la cabina del radio-operador cuando llegó el radiograma para mí, además del operador y yo. Estaba el capitán Whistler, quien discutía en voz baja con el operador. Había también una joven a quien no había visto antes. Sacando al capitán y la muchacha quedaban tres hombres. A uno de ellos no lo conocía ni lo había visto nunca; los otros dos, en cambio, eran los únicos conocidos. Uno era ese tipo Woodcock, el viajante de esa firma de polvo insecticida; el otro era el doctor Kyle, el que se sienta a nuestra mesa.
Peggy Glenn dejó escapar una exclamación de burla al oír mencionar este último nombre. El mismo Morgan, cuya profesión lo obligaba a sospechar doblemente de las personas encumbradas, parecía estar de acuerdo con ella. Ambos conocían de nombre al doctor Oliver Kyle. Era uno de los médicos más famosos de Harley Street; reputado especialista del cerebro, había intervenido en muchos casos criminales en calidad de alienista. Morgan recordó su figura en la mesa; escocés alto y encorvado, más bien irónico; desaliñado en lo que no fuera su cabello cuidadosamente cepillado; de mirada sagaz, bajo cejas pobladas que se empinaban hacia arriba por la parte exterior, y con dos profundos surcos que atravesaban las mejillas. Imaginar a este distinguido alienista en el papel de ratero del film superaba las posibilidades de la credulidad de Morgan. Si llegara el caso de tener que elegir un ladrón, preferiría arrojarse sobre Charles Woodcock, representante de “Swat”, el exterminador instantáneo de insectos. Pero, indudablemente, el doctor Kyle debía ser tenido en cuenta también.
Sin embargo, al señalarle esas dificultades a Warren, el norteamericano quedó más convencido de que el doctor Kyle era el criminal.
—Pero ¡por supuesto!—clamaba con emoción—, es siempre gente así. Además, piensa que puede ser alguien que se hace pasar por él. ¡Ahí tienes una buena idea para ti! ¿Qué mejor para un ladrón internacional, que el disfraz de director de una casa de orates? ¿Qué te parece si caemos sorpresivamente sobre él?
—¿Tienes prisa por verte encerrado en una celda de manicomio? No. No podemos hacer eso; por lo menos, no con el doctor Kyle. Además, ¡no tiene sentido! Debemos descartar a Kyle y adoptar un buen plan de trabajo.
—Perdonen ustedes —sugirió el capitán Valvick con atronadora timidez, y moviéndose para apoyarse sobre la otra pierna. Miró triunfalmente a los demás—. Tengo una idea.
—¡Hum! —exclamó Morgan con incertidumbre.
—Les diré —prosiguió el capitán mirando en torno suyo para asegurarse de que nadie estuviera escuchando afuera—. Ese sujeto que le dió el golpe se llevó solamente la mitad del film. ¡Es posible que vuelva! ¿Por qué no lo esperamos, y cuando vuelva le decimos: ¡Hey!...?
—Ya pensé en eso —respondió Warren interrumpiéndolo con aire apesadumbrado—. Pero no sirve. Eso es lo que siempre pasa en las novelas, pero usted puede apostar hasta la camisa que el tipo es demasiado vivo para hacer eso. Sabe que estoy prevenido contra él; y sabe que andaré bien del resto del film, si no lo arrojo inmediatamente por la borda. No. No correrá ningún riesgo de esa clase.
Peggy Glenn había permanecido en silencio todo el tiempo, con el mentón apoyado en las manos, pensando en el asunto. El brillante cabello despeinado le cruzaba la frente. De pronto levantó la vista con una expresión endiabladamente triunfal y expeditiva.
—¡Ustedes los hombres!—comenzó casi con desdén—. ¡Ustedes los hombres! ¡No hacen más que dar vueltas! ¡Yo les diré lo que hay que hacer y recobraremos la película esta misma noche! Sí. Lo digo y lo sostengo. Creo que mi idea es buena —agregó tratando de disimular el placer que le hacía torcer la barbilla y exaltarse tanto como Warren—. ¡Es una idea revolucionaria! ¡Escuchen! En cierto modo, el capitán Valvick tiene razón; tenemos que atrapar al sujeto ese cuando vuelva por el resto del film...
Warren hizo un gesto de desaliento, pero ella lo contuvo con un ademán.
—¿Quieres escucharme? Te digo que podemos hacerlo. ¿Por qué? Pues porque somos las únicas personas a bordo, las únicas cuatro personas, que sabemos que Warren fue atacado, y por qué fue atacado. Sólo haremos público que cuando entramos aquí hallamos a Curt inconsciente, inerte, con una gran herida en la cabeza. No sospechamos que hubo ataque o robo. No sabemos cómo, ha sido. Pensamos que estaba borracho o algo por el estilo, y que se lastimó en la cabeza al caer al suelo...
Warren levantó las cejas.
—Nena —dijo, herido en su dignidad—. No es que haga objeciones al cuadro encantador que acabas de describir; sólo quiero recordarte que soy un miembro del Servicio Diplomático Norteamericano. Del Servicio diplomático. Las reglas enunciadas para establecer el estricto grado de mi comportamiento pondrían en apuros a los serafines y originarían un motín en una colmena. Me desagrada hacer esta clase de sugestiones, pero ¿no sería mejor que dijeras que en el transcurso de mi aberración opiómana cotidiana enloquecí dándome la cabeza contra la pared? Eso le gustaría mucho más a mi jefe.
—Pues bien —concedió ella puntillosamente—. Si es tan importante observar tus estúpidas reglas, diremos que estarías enfermo o mareado... de todas maneras, que fue un accidente; y que aún no has recuperado el conocimiento.
Morgan emitió un silbido.
—Empiezo a comprender, Curt, y creo que la muchacha tiene razón.
—Sí —dijo Warren—, dentro de un momento te lo diré. Prosigue. Toma, bebe otra copita— ¿Y qué pasa después que me encuentran desmayado?
—Entonces —continuó la muchacha sonriendo con emoción— diremos que te hemos enviado a la enfermería, donde estás aún sin conocimiento. ¿No comprendes que si lo decimos en la mesa, pronto se sabrá en todo el barco? Si se piensa que ha sido un accidente no habrá investigación; y entretanto aquí estará la cabina abierta y sin vigilancia. ¿No creen ustedes que el ladrón verá en ello una oportunidad? ¡Claro que sí! Vendrá en seguida... y aquí estarán ustedes...
Sacudió la cabeza. Sus ojos castaños brillaban; el labio inferior, replegado sobre el superior imprimía a su rostro una expresión de triunfo desafiante. Se hizo un silencio.
—¡Por Dios, que está bien! —exclamó Morgan golpeando con el puño la palma de la otra mano. El mismo Warren estaba impresionado. Sentado como un pensativo profeta hindú, contemplaba el vaso de papel mientras el capitán Valvick sonreía y Peggy profería una exclamación de complacencia. Morgan agregó: —Pero ¡un momento! No hay que olvidar al camarero: el que mandaste a buscarnos; él lo sabe.
—Los camareros nunca hablan —repuso la muchacha con sensatez—. Saben bien que no deben hacerlo. Aseguren esto con una buena propina; así se puede seguir adelante... A propósito, Curt, ¿la cabina inmediata está desocupada? Es allí donde debes esconderte para esperarlo.
—¿Por qué no aquí?
—Te vería inmediatamente, ¡tonto!, y tú debes pescarlo con las manos en la masa. No es bastante poder decirle “¡caíste, miserable!” Es menester tomarlo desprevenido. De otro modo podría argüir que se equivocó de camarote y entonces no puedes hacer nada. Hay que encontrarlo con la película encima... entonces —agregó sentenciosamente— creo que podrás darle una buena, si quieres.
—¡Ah!—suspiró Warren acariciando el puño—. Sí. La cabina próxima está desocupada, casualmente. Mira lo que haré: me instalaré allí y diré al camarero que me traiga la cena. El capitán Valvick puede quedarse conmigo. Ustedes dos vayan al comedor y difundan la alegre nueva; después podrán reunirse con nosotros. Es probable que tengamos que esperar mucho. Podrían dejar las bebidas a mano...
—...pero no debemos emborracharnos —replicó Peggy como si estuviera analizando una cuidada definición de principios.
—¡Oh! No—respondió Warren con energía—. ¡De ninguna manera! ¡Claro que no! La idea es absurda, pero mira, quisiera saber más sobre nuestro misterioso aventurero. ¡Si sólo pudiéramos encontrar algo sobre él...!—hizo una mueca—,...Espera un momento. Tengo una idea. Capitán Valvick, ¿usted conoce muy bien al capitán Whistler? ¿No es así?
—¿A ese viejo vagabundo? —preguntó el otro—. ¡Claro! Lo conozco desde que no levantaba más que esto del suelo. Les diré que tenía mal genio. Lo conocí por primera vez en Nápoles, adonde llegó en un barco de carga, cuyo segundo tenía una manía religiosa. Estaba loco y se creía Jesús. —El aliento zumbaba entre los largos bigotes del capitán Valvick, las cejas rojizas se alzaban mientras él ilustraba el episodio. — El segundo se paseaba por el puente con los brazos cruzados y decía: “Soy Jesús.” El capitán decía: “No eres Jesús.” El segundo decía: “Soy Jesús y tú eres Poncio Pilatos” y ¡paff! sacó al capitán Whistler del timón, y tuvieron que ponerlo en el calabozo. Así pasó. Me acordé de esto cuando dijeron que el doctor Kyle era médico de locos, porque al capitán Whistler no le gusta la gente que enloquece. Otra vez...
—Escuche, amigo —suplicó Warren—. Deje la Odisea para otra vez. Si hay a bordo algún aventurero internacional, o sólo el rumor de que lo haya, es el capitán Whistler quien debe saberlo. Se lo hubieran telegrafiado ¿no es así? aunque él lo mantenga en reserva.
Valvick ladeó pesadamente la cabeza y se golpeó en la mejilla.
—No sé. Depende de que lo supieran en el puerto. Tal vez. ¿Quieren que le pregunte?
—Sí. Pero no directamente. Sólo sondearlo ¿me comprende? Sin enterarlo de nada. Puede hacerlo antes de la cena, así luego podremos dedicarnos a vigilar.
El otro asintió con energía y Warren miró el reloj.
—Es casi la hora del llamado a vestirse para la cena. ¿Estamos de acuerdo, entonces?
A coro se pronunciaron todos por la afirmativa, pues todos ellos llevaban dentro el legítimo, alocado y glorioso espíritu de aventura. Mientras Warren les servía por última vez para brindar por el éxito del novedoso juego, se encendieron las luces en las blancas cubiertas trepidantes. La lluvia caía reciamente mientras se escuchaba el sonido de la campanilla y el majestuoso “Queen Victoria” avanzaba cabeceando hacia la más terrible aventura de su carrera.
IV CUESTIÓN DE CALAVERAS
—Pero ¿no lo sabían? —preguntó Peggy Glenn con el tono más dulce y sorprendido.
Su voz se oía con claridad en el comedor casi desierto poblado de fantasmales crujidos, donde las luces centelleaban sobre la lustrada boiserie de palo rosa. El techo oscilaba como una enorme piedra movediza. Morgan no sabía si se podía confiar en esa cúpula de vidrio. La cena (o cualquier otra cosa semejante) tenía allí las características de una actividad deportiva, en la que era necesario estar atento a las corridas de la vajilla desde todos los extremos de la mesa; ya la trayectoria serpenteante del vaso del agua, ya la majestuosa marcha de la salsera monumental. Morgan se sentía como un malabarista nervioso. El salón-comedor tan pronto se elevaba lentamente como un inverosímil aeróstato, subía, se inclinaba y se hundía acompañado por el dilatado rugido del agua, separando a los camareros de los pilares, y haciendo que los comensales, prendidos de las sillas, experimentaran un repentino malestar en la boca del estómago.
Había probablemente una docena de personas para hacer frente al estrepitoso alud de vajilla y platería. Todos comían elegante pero cautelosamente, mientras la amable orquesta comenzaba la ejecución de “El príncipe estudiante”. Pero nada de esto importunaba a Peggy Glenn. Adorable, con su vestido de terciopelo negro, y su pelo corto, que imprimía a su delgado rostro una traviesa expresión de picardía, ella, sentada junto al capitán Whistler, contemplábalo con cándida sorpresa.
—Pero, ¿usted no lo sabía? —volvió a repetir—. ¡Qué va a hacer el pobre Curt! Es de familia. No se lo puede llamar locura, ¡naturalmente!...
Morgan se atragantó con un trozo de pescado y la miró de soslayo. Ella apeló entonces a él.
—¿Cómo se llamaba, Hank, ese tío de quien nos habló Curt? Me refiero a ese que tenía ataques y deliraba en sueños, o que tenía claustrofobia, y solía dar terribles saltos en la cama creyendo que lo estrangulaban. ..
El capitán Whistler dejó a un lado el cuchillo y el tenedor. Era obvio que había venido a la mesa de mal humor, pero lo disimulaba con su fría amabilidad y su distraída sonrisa. Girando sobre su silla había anunciado que debía volver al puente, y que sólo tomaría uno o dos platos. El capitán Whistler era corpulento y asmático; tenía los ojos saltones de un tono castaño claro, la cara redonda, y la boca grande y blanda que siempre emitía un “¡Ajá!” profesional y protector dirigido a las ancianas nerviosas. Sus cordones dorados relucían, y los cabellos blancos semejaban la espuma de un vaso de cerveza.
—¿Cómo es eso?—dijo dirigiéndose ahora a Peggy con relativa cordialidad—. ¿Qué es lo que esta simpática señorita nos cuenta ahora? ¿Eh? ¿Algún accidente a un amigo suyo?...
—Un accidente horrible —aseguró ella, mirando alrededor para cerciorarse de que todo el comedor podía escucharla. En su mesa no estaban sino el capitán, el doctor Kyle, Morgan y ella. Quiso asegurarse. Describió la escena de Warren inconsciente, con muchos detalles gráficos. —Naturalmente que el pobre muchacho no tiene la culpa. No es responsable de sus actos cuando tiene esos ataques.
El capitán Whistler pareció primero vivamente interesado, y luego alarmado. Su rostro carnoso enrojeció.
—¡Oíd! ¡Caramba!—exclamó, aclarándose luego la voz—. ¡Válgame Dios! ¡Válgame Dios! (Habla mucho en favor de la buena educación del capitán el hecho de que algunas veces pudiera decir “¡Válgame Dios!”) ¡Qué barbaridad!, miss Glenn; espero que no le habrá ocurrido nada serio. —La miró con ansiedad mal contenida. — Tal vez sea algo de la especialidad del doctor Kyle.
—Bueno... naturalmente... yo no querría decir...
—¿Ha conocido usted casos como ése, doctor?
El doctor Kyle era hombre de pocas palabras. Metódicamente estaba dando cuenta de un lenguado al asador. En su figura agobiada, de curva pechera y afinado rostro, los vestigios de una débil sonrisa habían desplazado los surcos de las mejillas. Contempló a Peggy por debajo de sus pobladas cejas grises, y luego a Morgan. Éste recibió la impresión de que el doctor creía tanto en la fantástica dolencia de Warren, como él mismo en el monstruo de Loch Ness.
—¡Oh, sí! —respondió con voz grave—. No me es desconocida. He visto otros casos. —Miró fijamente a Peggy— Un caso benigno de legensis-pullibus, me parece; el enfermo se repondrá.
El capitán Whistler se limpió laboriosamente la boca con la servilleta.
—Pero, ¿cómo es que no me han dicho nada? —preguntó—. Soy el que manda aquí y tengo derecho a que se me informe de cosas como ésta...
—¡Pero si se lo estoy diciendo, capitán!—protestó la muchacha—. Desde que llegué se lo estoy diciendo... Se lo dije tres veces antes de lograr que lo comprendiera. ¿Qué es lo que lo tiene tan preocupado?
—¿Eh? —exclamó el capitán sobresaltándose—. ¿Preocuparme? ¡Nada! ¡Nada! ¡Ah! ¡Ajá!
—¡Supongo que no corremos peligro de chocar con un iceberg, o algo parecido! ¿No es verdad? ¡Sería horrible! —Lo contempló con sus grandes ojos castaños. — Usted sabe que se dice que el capitán del Gigantic estaba borracho la noche que chocaron con una ballena, y...
—Yo no estoy borracho, señora —exclamó con un rugido el capitán Whistler—, y tampoco estoy preocupado. ¡Qué tontería!
Ella tuvo una súbita inspiración.
—¡Entonces, ya sé lo que le ocurre, capitán! ¡Claro! Está preocupado por lord Sturton y las valiosas esmeraldas que trae consigo. —Contempló con conmiseración la silla que el par aún no había ocupado en todo el viaje por causa del mareo. — No lo culpo. Imagínese, Hank, que hubiera a bordo un solo criminal famoso, imagíneselo; y que ese criminal decidiera apoderarse de las joyas de lord Sturton. ¿No sería emocionante? ¡Claro que no para el capitán Whistler! Él es responsable; ¿no es así?
Por debajo de la mesa Morgan administró a su resplandeciente compañera un desconsiderado puntapié.
—¡Naturalmente! —murmuró entre dientes; pero, indudablemente un buen número de comensales estaba interesado en el diálogo.
—¡Mi querida jovencita! —proclamó el capitán Whistler con voz agitada—. ¡Por Di...! ¡Pero, por favor, sáquese esas tonterías de su linda cabecita! ¡Me alarmaría a los pasajeros, y eso no puedo consentirlo! (¡Baje la voz, por favor! ¿Quiere?) ¡Esa idea es disparatada!
—¡Oh! ¿He cometido alguna indiscreción? —exclamó suplicante—. Lo sugería solamente para destruir la monotonía, pues el viaje ha sido en verdad triste, ¡usted lo sabe!, y no ha habido nada divertido realmente, desde que usted estuvo jugando a la pelota en la cubierta, capitán Whistler. Pero sería emocionante que hubiera un criminal famoso a bordo. Podría ser cualquiera de los que viajan. Podría ser Hank; o el doctor Kyle, ¿no?
—Es muy probable —admitió el doctor Kyle serenamente, prosiguiendo con la disección del pescado.
—¡Pero si no pensaba en nada de eso! —declaró el capitán jovialmente—. Pensaba en su tío, miss Glenn; prometió ofrecernos una función de títeres después del concierto de mañana por la noche. No debe estar enfermo para entonces. Ni él ni su ayudante ¡eh! ¿Están mejor, verdad?—preguntó el capitán levantando su voz a un nivel desesperado con la esperanza de distraer la atención de la joven—. He estado esperando... he tenido la esperanza... espero tener el placer... el supremo honor de presenciar la función. Ahora debe usted disculparme; aun a costa de su encantadora compañía, no debo olvidar mis obligaciones. Tengo que retirarme. ¡Buenas noches, señorita! ¡Buenas noches, señores! Salió. Hubo un largo silencio. De los comensales que quedaban en las mesas circundantes, sólo tres personas, según observó prontamente Morgan, lo miraron. Allí estaba el rostro huesudo, enjuto y afilado de míster Charles Woodcock, con el cabello desgreñado; el viajante de comercio permaneció inmóvil, con la cuchara de sopa suspendida en el aire como si posara para la escultura de una fuente. En otra mesa, relativamente distante, Morgan distinguió a un hombre y una mujer, ambos delgados y elegantemente vestidos, cuyos pálidos semblantes extrañamente parecidos sólo se diferenciaban por el monóculo que usaba la mujer y el rubio bigote ondulante que, semejante a una pluma, se agitaba sobre el labio de él. Clavaron sus miradas en el capitán. Morgan no sabía quiénes eran, pero los veía todas las mañanas. Daban interminables vueltas por la cubierta de paseo, en absoluto silencio, con paso rápido y la vista fija en un punto lejano. Una mañana pudo contar Morgan, para su asombro, hasta ciento sesenta y cuatro vueltas sin cambiar una sola palabra. En la vuelta número ciento sesenta y cinco se detuvieron. El hombre dijo: “¿Eh?”, la mujer respondió: “¡Ah!”. Ambos asintieron con la cabeza y entraron. Morgan calculó cómo sobrellevarían las relaciones matrimoniales... De todos modos, parecían interesarse en los movimientos del capitán Whistler.
—Es evidente que el capitán tiene alguna preocupación —dijo Morgan acompañando sus palabras con un gesto significativo.
—Es muy probable —replicó el doctor Kyle con su acostumbrada calma—. ¡Mozo! Comeré ahora mondongo con cebolla —agregó dirigiéndose al camarero.
Peggy Glenn lo obsequió con una sonrisa.
—Pero, ¿a usted le parece, doctor, que hay a bordo algún misterioso criminal?
—Pues, le diré... —comenzó el médico bajando la cabeza. Sus ojos perspicaces denotaban diversión; Morgan pensó que las pobladas cejas con los extremos en alto y los profundos surcos que rodeaban la boca, le imprimían un extraño parecido a Sherlock Holmes—. Le haré una advertencia enteramente gratuita. Usted es una jovencita muy inteligente, miss Glenn, pero no debe cargosear demasiado al capitán Whistler; no es conveniente que se enoje con uno. ¿Quiere pasarme la sal?
El comedor volvió a levantarse al impulso de otra ola y descendió luego entre agrias notas de la orquesta.
—¡Pero si lo que digo de Curt es perfectamente cierto! —protestó Peggy.
—¿Ah, sí?—exclamó el doctor—. ¿No estaría bebido?
—Doctor —comenzó la muchacha bajando confidencialmente la voz—. No quisiera decirlo, pero estaba terriblemente te-rri-ble-men-te borracho. ¡Pobre muchacho! Creo que se puede hablar de estas cosas con un médico, ¿no es así? Lo lamento de todo corazón. ¡Pobre muchacho! Cuando lo vi...
Morgan la sacó de la mesa después de un breve y telegráfico cambio de puntapiés. Bajaron por la amplia escalinata y se detuvieron en el oscilante y ventilado vestíbulo superior, pues Morgan tenía muchas cosas que decir; pero el primoroso rostro de Peggy reía placenteramente. Anunció que, si tenían que vigilar junto a los demás, debía ir a su camarote a buscar un abrigo dijo y agregó que tenía que visitar al tío Jules.
—A propósito, Morgan —agregó dubitativa—. ¿Usted no tendría inconveniente en ser guerrero moro, verdad?
—Ninguno —respondió Morgan con aplomo—, si ello redundara en beneficio de la representación.
—Sólo será necesario pintarle la cara de negro y ponerle una armadura dorada, una túnica y todo lo demás. Debe permanecer a un costado de la escena mientras el viejo tío Jules recita el prólogo... aunque no sé si será suficientemente alto... el capitán Valvick sí que haría un guerrero moro perfecto. ¿No le parece?
—¡Oh! ¡Indudablemente!
—Como usted debe comprender, tiene que haber dos extras: un guerrero francés y un guerrero moro, de pie a cada lado de la escena, por razones de efecto. El escenario no es lo suficientemente alto como para que ellos aparezcan en él. Están fuera, sobre una pequeña plataforma. Cuando comienza la representación pasan a la parte posterior de la escena, y a veces ayudan a mover los muñecos... los menos importantes, los que no hacen nada. Mi tío y el ayudante Abdul mueven los muñecos principales, los que tienen papeles hablados. Sería sencillamente espantoso que el tío Jules no pudiera dar la función. Hay a bordo un profesor, o algo parecido, que escribe artículos de todas clases sobre su arte. Abdul está bien, y podría hacer la parte protagónica en lugar de tío. Entonces yo sería la única auxiliar y no puedo hacer muy bien los papeles de hombre, ¿no le parece?
Habían echado a andar por un laberinto de pasillos de la cubierta D; Peggy golpeó a una puerta. En respuesta a un gruñido espectral, la abrió. Excepción hecha de la débil lamparilla existente sobre el lavatorio, el camarote estaba oscuro. El cuadro del camarote oscilando de un lado para otro, mientras la lluvia arreciaba, produjo a Morgan un escalofrío. Apoyados contra el tabique en posición de sentados había dos o tres muñecos sin gracia que se balanceaban con el movimiento de la embarcación como cabeceando en un horrible coro. Las marionetas tenían unos cuatro pies y medio de estatura y lucían brillantes armaduras, capas rojas y atavíos ostentosamente enjoyados. Los rostros, con formidables barbas de lana negra, dejaban ver bajo los tachonados cascos, una estúpida sonrisa. Mientras ellos se balanceaban, un hombre corpulento en apariencia, de facciones inexpresivas, estaba sentado sobre la cama con un muñeco sobre las rodillas. En la penumbra le remendaba la túnica con una larga aguja y una hebra azul. Ocasionalmente echaba un vistazo al oscuro diván desde donde algo pesado y suplicante lanzaba intermitentes gemidos.
—Je meurs!—murmuraba dramáticamente una voz desde el diván—. Ah, mon Dieu, je meurs! Ooooo! Abdul, je t'implore...
Abdul se encogió de hombros; se puso bizco al lijar los dos ojos sobre la aguja, demasiado próxima; volvió a alzar los hombros y escupió en el suelo. Peggy cerró la puerta.
—Sigue igual —explicó Peggy innecesariamente, y emprendieron la vuelta al camarote donde aguardaba Warren. En realidad, Morgan sólo deseaba echar una ojeada a aquella cabina. Ya fuera a causa de la noche y la lluvia en medio del Atlántico embravecido, ya simplemente esa incómoda sensación de malestar que sigue a las comidas, y que a bordo no se disipa sin una buena dosis de hilaridad alcohólica, lo cierto es que le disgustaba la vista de esos estúpidos gestos sonrientes de los muñecos. Además, a esa infundada impresión seguía otra: la de trastornos futuros. Nada concreto ni racional había tras esa impresión, pero la mirada que Morgan dirigió a su alrededor cuando llegaron al pasillo que conducía al camarote de Warren, era de alerta. Desembocaba el camarote en un pasaje principal, y en su corto trayecto conducía a dos cabinas situadas a cada lado; la de Warren era la última de la izquierda, junto a la puerta que desembocaba en la cubierta C. Estaba a oscuras, y con la puerta blanca abierta y trabada. Morgan llamó, como habían convenido, a la puerta vecina. Dentro descorrieron el cerrojo. Sólo estaba encendida la luz de la cama baja. Warren, con aire preocupado, estaba sentado en uno de sus extremos.
—¿Ha pasado algo? —preguntó Morgan en voz baja, pero cortante.
—Nada —respondió su interlocutor—. Siéntate y quédate lo más quieto que puedas. Creo que tendremos que esperar un largo rato, pero no es posible saber lo que hará ese tipo. Valvick fue a buscar soda. Estamos alerta —agregó, señalando el ventilador existente en la parte alta de la pared, y que comunicaba con la cabina inmediata—. Si alguien entra allí, en un segundo lo oiremos y lo atraparemos. Además, puse el gancho de la puerta en forma tal que por más que quiera andar silenciosamente lo hará sonar como un despertador.
Warren hizo una pausa, se acarició el mentón y miró a su alrededor, en la penumbra del camarote. Se había quitado la toalla de la cabeza, pero la gasa y la tela emplástica que le habían pegado en la nuca hacían que el pelo se le erizara en forma caprichosa. La claridad que le iluminaba un lado de la cara permitía ver la vena que latía en su sien.
—Curt —exclamó la muchacha— ¿qué es lo que ha pasado?
—Nada bueno, me temo. El viejo Valvick fue a ver al capitán Whistler antes de la cena...
—... ¿Y?...
—...Pues…no sé qué grado de convicción tendrían ustedes mientras estuvimos allí elaborando teorías sobre fantásticos ladrones; lo cierto es que ha ocurrido lo imposible. Estábamos en lo cierto. Hay a bordo un pillo, a quien busca la policía de varios continentes. Anda tras las esmeraldas de lord Sturton;... y también es asesino.
Morgan experimentó una sensación de molestia en la boca del estómago, debida en parte al movimiento del barco.
—¿Hablas en serio?—preguntó— o es...
—Puedes estar seguro de que hablo en serio,... lo mismo que Whistler. Valvick lo supo por él, pues Whistler no sabe qué hacer. Lo que nos contó el viejo Valvick fue bastante confuso, pero comprensible al fin. Whistler no sabe si mantenerlo en secreto o darlo a conocer en el barco. Valvick aconsejó esto último, que es lo corriente, pero Whistler alega que éste es un buque respetable, un barco distinguido, y otras tonterías por el estilo.
Morgan dejó escapar un silbido. Peggy fue a sentarse junto a Warren y alegó airadamente que eso no tenía sentido y que no lo creería.
—¿Quién es?—preguntó la muchacha— ¿y qué saben de él?
—¡Ésa es la cuestión! Nadie parece saber sino que viaja con nombre supuesto. ¿Recuerdan lo que les dije esta tarde? ¿...que cuando estaba en la cabina radiotelegráfica, el viejo Whistler parecía discutir con el operador? Era por eso. Recibió un radiograma. Afortunadamente Valvick tuvo el buen tino de convencer al capitán Whistler de que le permitiera sacar una copia. Miren.
Del bolsillo interior extrajo un sobre, al dorso del cual podía leerse, laboriosamente manuscrito:
“Comandante del “Queen Victoria”, en viaje stop Sospechamos hombre responsable asunto Stelly en Washington y muerte de MacGee aquí embarcado bajo alias en su barco stop agente federal llegará hoy de Washington y enviaremos información completa stop vigile pasajeros y avise cualquier sospecha.”
Arnold
Comisionado de la Policía de N. Y.
—No sé nada de este asunto de MacGee, de Nueva York —prosiguió Warren—, pero conozco algo del asunto Stelly, pues causó sensación y parecía cosa de magia. Tenía relación con la Embajada Británica. Stelly era un tasador y tallista de joyas, famoso...
—¡Un momento!—interrumpió Morgan—. ¿Te refieres a ése de Bond Street que proyectaba collares para la realeza y cuyos diseños aparecían en los diarios?
Warren gruñó.
—Tal vez porque se pensó que permanecería en Washington, la esposa del embajador británico le encargó que le transformara o modificara un collar (no conozco bien los detalles; nadie los conoce). Lo cierto es que una noche salió de la Embajada Británica tan fresco como cualquiera de nosotros, y cuatro horas después lo encontraron por la Avenida Connecticut, sentado al borde de la acera, con la espalda apoyada contra un farol y la parte posterior de la cabeza hundida. No murió, pero quedará paralítico por el resto de su vida, y no puede pronunciar una sola palabra. Se cree que ésa es una curiosa habilidad del sujeto. No mata, pero sabe tratar las cabezas de sus víctimas en forma tal que éstos quedan peor que muertos... ¡Dios mío!—exclamó Warren tomándose las manos—... ¡cuando pienso que eso es lo que casi me pasó en la otra cabina! ¡Si no hubiese sido por el rolido del barco!...
Se hizo el silencio; portentoso ante el rugido de la tormenta que parecía machacar cráneos afuera.
—Se me ocurre, Peggy —observó pensativamente Morgan—, que es mejor que usted salga de todo esto. No es broma. Suba al bar y busque algunos candidatos para jugar al bridge. Si el asaltante vuelve por el resto del film, se lo haremos saber. Entretanto...
—¡Bah!—exclamó la muchacha con vehemencia—. ¡No van a asustarme! aunque ¡miren que son unos tipos divertidos! ¿Por qué no cuentan ahora una historia de fantasmas? Si empiezan a tenerle miedo a ese sujeto...
—¿Quién le tiene miedo?—gritó Warren—. Oye, querida, tengo que dejar constancia de algo. ¡Cuando lo agarre...! —Satíricamente observó cómo se sobresaltaba ella. Llamaron a la puerta. Era Valvick, que traía un par de sifones; tuvo que agachar la cabeza para cruzar la puerta, que cerró tras él.
Morgan recordará siempre las dos horas que siguieron (o probablemente tres), entregados al interminable juego de geografía con el que decidieron pasar el rato. El capitán Valvick, siempre brillante y sin pizca de preocupación, insistía en que debían apagar la luz, trabar la puerta entreabierta, y alumbrarse con la lámpara del pasillo. Primero les administró, a cada uno, una dosis escalofriante de whisky, que les hizo sentir nuevamente el atractivo de la aventura. Luego les hizo formar un estrecho círculo sentados en el suelo, y puso en el centro, a manera de hoguera, la botella. Finalmente, volvió a llenar los vasos.
—¡Skoal!—dijo el capitán levantando el vaso en la penumbra—. ¡Esto es vida! ¡Caracoles! pero lo lamento por el capitán Whistler; el pobre se vuelve loco a causa del sujeto ese que gusta robar las joyas. Tiene miedo que robe al duque inglés, y quiere convencer al duque que le dé el elefante esmeralda para guardarlo en la caja de seguridad. Pero el duque no le dió nada. Le dijo: “Estaría más seguro conmigo que en su caja de seguridad, o en poder del sobrecargo, o con quienquiera que sea.” El capitán dice que no; el duque dice que sí...
—Puede eliminar el factor suspenso —reclamó impacientemente Morgan y se sirvió otro vaso—. ¿Qué decidieron?
—No sé qué es lo que decidieron. Pero lo lamento por el pobre viejo. Vamos a jugar a la Geografía, ahora.
El juego era irritante, pero por muchos motivos, animado. A medida que el whisky disminuía se producían largas y amargas discusiones entre Warren y el capitán. Cuando este último debía buscar el nombre de una localidad salía siempre con algo semejante a Ymorgenickenburg o el río Skoof, en Noruega. A Warren lo asaltaban serias dudas acerca de la existencia de tales lugares. El capitán decía entonces que tenía una tía que vivía allí, y como eso fuera considerado semiplena prueba, se embarcaba en una larga y complicada anécdota sobre el asunto en cuestión, con referencias a cuantos miembros de su familia le venían a la memoria. El reloj de Morgan seguía marchando, y el bullicio de a bordo iba dejando paulatinamente lugar a los rumores de la noche, a medida que se enteraban de las peculiaridades de Augusto, el hermano del capitán; de Ole, su primo; de la sobrina Gretta, y de su abuelo que fue alguacil. Muchos pasos recorrieron el pasaje principal pero nadie anduvo por el pasillo lateral. El ambiente de la cabina era ya sofocante.
—Creo que no vendrá —murmuró Peggy volviendo al tema por primera vez. Había en su tono una incómoda desesperanza.
—¡Aquí hace más calor que en el infierno! —refunfuñó Warren. Los vasos entrechocaron débilmente—. Estoy cansado del juego. Creo...
—¡Escuchen! —dijo Morgan. Se había incorporado y se apoyaba en el borde de la cama. Todos lo sintieron: un chiflón que sopló en el pasillo exterior hizo vibrar los pestillos de las puertas; y también oyeron con más intensidad el rumoroso ruido del mar. Alguien había abierto la puerta que daba a la cubierta C, pero no la había vuelto a cerrar. Todos esperaban atentamente oír el chirrido y el portazo cuando se volviera a cerrar contra la válvula de aire comprimido. Esas puertas son muy pesadas, y con la ayuda del viento es posible colarse adentro rápidamente. Durante un lapso interminable algo pareció mantenerla parcialmente abierta mientras el viento silbaba. El “Queen Victoria” se levantó, cabeceó y comenzó un largo rolido hacia estribor, pero entretanto la puerta permaneció abierta. Con la tormenta y el movimiento del barco resultaba imposible distinguir los pequeños ruidos. Sin embargo, Morgan tuvo la intuición imprecisa de que la puerta no se cerraba porque no podía, porque algo se lo impedía; algo inmovilizado y dolorido entre el negro mar y la cálida seguridad interior.
Oyeron un quejido. Una voz débil parecía murmurar algo. Murmurar y repetir algo, suavemente, en el pasillo.
“¡Warren!” —creyeron todos que decía, y luego otra vez “¡Warren...!” hasta apagarse dolorosamente.
V APARECE EL ELEFANTE ESMERALDA
Morgan casi cayó de cabeza dentro del guardarropa cuando sus torpes dedos trataron de descorrer el gancho de la puerta. Se enderezó inmediatamente, salió por la estrecha abertura y llamó a Valvick para que lo siguiera.
Algo había quedado atrapado allí; algo pequeño y en apariencia abatido estaba preso entre la pesada puerta y su quicio: era una mujer caída hacia adelante sobre un umbral de quince centímetros de altura. No llevaba sombrero, y el viento sacudía violentamente el enmarañado cabello castaño, volcado hacia un costado. No podían verle la cara; las manos emergían de las mangas de un abrigo verde con puños de piel y se agitaban con débiles movimientos, horriblemente, como si teclearan sobre un piano invisible. La cabeza y el cuerpo se balanceaban con el movimiento del barco, y al hacerlo, una larga mancha de sangre corría sobre el linóleo que cubría el piso.
Morgan empujó la puerta apoyando en ella el hombro, mientras el capitán Valvick levantaba a la mujer. La puerta volvió a cerrarse bruscamente haciéndolos estremecer ante la desaparición repentina del viento.
—Esa sangre —murmuró de pronto el capitán Valvick en voz baja—, miren, es de la nariz. La han golpeado en la nuca.
La cabeza de la mujer descansaba blandamente en el brazo doblado del capitán. Él movió el brazo como sabiendo que no debía tocarle allí. Era una muchacha delgada y vigorosa, de gruesas cejas y largas pestañas. No poco atractiva bajo la palidez que hacía resaltar el rouge, pero con uno de esos perfiles de medallón griego que imprimen al rostro más gravedad que belleza. Un estremecimiento cruzó por su garganta al reclinar la cabeza. Respiraba con dificultad y tenía los ojos cerrados. Parecía que quería mover los labios.
—Entremos aquí —se oyó la voz de Warren desde la puerta de la oscura cabina. Entraron mientras una Peggy temblorosa les abría el camino, acostaron a la mujer en la cama y encendieron la débil lamparilla interior. Morgan cerró la puerta. Peggy estaba muy pálida, pero en un impulso mecánico casi repentino tomó una toalla de la percha y secó la sangre de la nariz y la boca de la muchacha inerte.
—¿Quién... quién es? ¿Qué...?
—Traiga whisky —replicó lacónicamente el capitán. Entornando los claros ojos azules resopló lentamente a través del bigote. Hizo un gesto de desaprobación al pasar el dedo por la nuca de la joven.
—No lo sé muy bien, pero puede estar muy mal herida. ¡Ah! Póngala de costado, y usted moje ese trapo. He tenido que aprender algo de esto, porque en los barcos de carga no hay médico, ¡Ah! Tal vez...
—La conozco —comentó Warren mientras con mano firme servía whisky en un vaso y lo acercaba a los labios de la muchacha en momentos en que el capitán la hacía incorporar—. Sosténgala... veré si puedo hacer que abra la boca... ¡Maldición!... ¡qué convulsiones!... Es la muchacha que estaba esta tarde en la cabina del radio-operador cuando recibí el mensaje. ¿Cree que tiene el cráneo fracturado?
—Puede... —observó Peggy con voz débil—. Puede haberse caído.
—¡Ajá!—respondió el capitán moviendo la cabeza—. Puede estar segura de que se habrá caído como se cayó Warren en el camarote de al lado. —Sus dedos seguían explorando y su rostro mostraba una expresión grave e intrigada. — ¡Oh! ¡No estoy seguro, pero no me parece que tenga el cráneo fracturado! ¿Ve?, cuando le toco le duele. No ocurriría eso si estuviera mal herida. —Dejó escapar un prolongado suspiro, después agregó—...Pruebe otra vez con el whisky.
—Juraría que la oí pronunciar mi nombre —murmuró Warren—. ¿Mojaste las toallas, Hank?, ponlas aquí. Vamos a ver, señorita, tiene que beber un trago de esto —dijo, esforzándose por inducirla a hacerlo—. ¡Arriba! ¡Vamos! ¡Adelante!
Había en el rostro de Warren una dura sonrisa de aliento mientras acercaba el vaso a los dientes apretados de la joven; un estremecimiento cruzó por el pálido semblante de la muchacha. El “Queen Victoria” cabeceó sobre la cresta de una ola y descendió con tal violencia que los echó a todos contra el tabique; pudieron entonces percibir las violentas sacudidas de las hélices cuando emergían del agua; pero también advirtieron otra cosa: suavemente, sin viento casi, y sin golpearse, la puerta que conducía a la cubierta C había vuelto a ser abierta y cerrada.
Permanecieron en silencio entre el desorden de la cabina. Warren, que había dejado escapar algunas maldiciones en voz baja cuando se le derramó parte del contenido del vaso, se volvió rápidamente. Bajo el cabello revuelto, su rostro brilló con malevolencia. Apoyados en los muebles, esperaron...
Alguien estalla tratando de abrir el cerrojo de la cabina próxima. Con laboriosa mímica trataron de hacerse entender. Los labios de Morgan, sin articular sonido, gesticularon “dejémoslo que entre”, mientras su pulgar señalaba al otro lado del tabique. Warren y Valvick asintieron; entre uno y otro cambiaron fieros gestos y signos de asentimiento. Luego trataron de llegar a la puerta que comunicaba con el pasillo, con cuidado de no caer. Warren, dirigiéndose a Peggy, le dió a entender con gestos y el movimiento de los labios: “tú te quedas aquí” a tiempo que señalaba a la muchacha que yacía en la cama y dirigía luego insistentemente el dedo al piso. A modo de respuesta, ella frunció el labio inferior con rebeldía y sacudió la cabeza hasta que el cabello le cubrió la cara. Él repitió la orden, primero en forma de pedido y luego acompañándola del ademán gráfico de estrangular a alguien. Inclinándose nuevamente hacia arriba y hacia adelante el barco emprendió el ascenso de otra ola.
Se encendió la luz de la cabina inmediata.
Una botella de whisky rodaba sin rumbo por el piso; el capitán Valvick se apoderó de ella como quien asegura su sombrero en medio del vendaval. La pantomima proseguía aún, grotesca bajo la débil luz proveniente de la cama, mientras la figura de pálido semblante continuaba retorciéndose....
La puerta de la cabina vecina se cerró de un golpe. No podía saberse si aquello era efecto del viento. Warren abrió violentamente la puerta del camarote en que se encontraban, y salió llevando como estandarte la tela emplástica que vendaba su cabeza, y precipitándose por el pasillo. Tras la monumental figura de Valvick, Morgan, tomándose del pasamano pues el barco se volvía a inclinar, salió también. La puerta que conducía a la cubierta C había vuelto a cerrarse.
O el fugitivo había sido mucho más rápido que ellos, o se había asustado. Con un guiño casi burlón, el borde de goma de la puerta se cerró contrayéndose; el pestillo dorado se movió con suavidad. Sobre el torturado crujir del maderamen, el barco entero parecía inclinarse sobre un torrente colosal. Warren emitió un aullido y cargó contra la puerta. Al abrirla, todos sintieron el empuje del viento y giraron sobre sí mismos pues el barco llegaba a otra cresta, mientras el viento traía palabras sueltas de Valvick quien gritaba algo como “cuidado”, “tenerse del pasamanos” y “junto a la línea del agua”.
El agua pulverizada dió de lleno en la cara de Morgan cuando éste se encaminaba hacia la oscuridad. Bajo el chubasco y el rugiente viento quedó momentáneamente enceguecido. El viento lo castigaba con su frío paralizante y sus zapatos resbalaban en las chapas de hierro mojadas. Pitos y tambores sonaban en las ráfagas sucesivas. Muy pocas luces arrojaban una claridad mortecina desde lo alto del barco. Llamas amarillentas ardían en los faroles y se reflejaban en los oscuros lomos grises de las olas que imitaban veteadas maderas, y también sobre la espuma cuando la cubierta se inclinaba horripilantemente y el agua salpicaba a gran altura de manera espectral. Morgan, asido de la barandilla, se afirmó entornando los párpados.
Estaban del lado donde venía el viento. La cubierta C era estrecha, larga y muy poco iluminada. Vió cómo subía ante ellos cuando la embarcación trepaba sobre una ola; también vió al hombre: muy poco más adelante, sin tomarse de la barandilla y con la cabeza gacha, se dirigía rápidamente hacia proa. A pesar de que la luz del techo era débil y amarillenta pudieron ver que el sujeto llevaba algo bajo el brazo, y que era una caja circular negra y plana, de unos veinticinco centímetros de diámetro.
—¡Firmes, muchachos! —exclamó Warren con regocijo, asiéndose a la barandilla— ¡Firmes! ¡Adelante! Ya bajamos otra vez. —Señaló con el dedo hacia adelante—...y ahí está el canalla...
El resto de la frase se perdió, aunque Warren siguió hablando. Corrieron detrás del otro. Mucho más adelante, Morgan pudo distinguir la luz del mástil de proa que se balanceaba, se levantaba y se ladeaba. Pensó (y lo ha seguido pensando hasta el día de hoy) que ellos no corrían por la cubierta, sino que se dejaban caer con los codos enganchados en la barandilla como por un estupendo tobogán. Iban tan a prisa que no sabía si podrían detenerse a tiempo o si darían directamente contra la gran mampara de cristales que protegía de la violencia del viento la parte frontal de la cubierta. Sólo entonces los oyó el perseguido; llegaba al final de la cubierta, junto a la mampara de cristales, cuando advirtió a sus perseguidores. Estaba casi en la oscuridad y se volvió hacia ellos. Juguete del agua turbulenta, el barco se encaramaba sobre otra ola.
—¡Ah! —gritó Warren y atacó.
Nos quedaríamos muy cortos si sólo dijéramos que lo golpeó. Morgan se maravilló siempre de que el golpe aquel no le hubiera separado al otro la cabeza de la espina dorsal. Warren dió contra el mentón de su presa, con todo el peso de sus ochenta kilos y con todo el Océano Atlántico por catapulta de lanzamiento. Fué el golpe más terrible y retumbante después de aquél con el cual el señor Luis Ángel Firpo arrojó a Mr. William Henry Harrison Dempsey limpiamente por encima de las cuerdas, sobre las rodillas de los periodistas. Es conveniente establecer que cuando el otro dio contra la mampara de cristales, rebotó. Warren no le dio tiempo para caer.
—Te gusta andar golpeando a la gente con una cachiporra, ¿no? — (la pregunta era meramente retórica) — ... meterte en el camarote de uno ¿eh?... y pegarle con un caño de plomo. ¿Te gusta, verdad? —siguió preguntando sin interrumpir el ataque.
El capitán Valvick y Morgan, que estaban prontos para prestar apoyo, lo contemplaban tomados de la barandilla. La lata circular se deslizó del brazo de la víctima, golpeó sobre la cubierta y rodó. El capitán Valvick se apoderó de ella cuando por efecto de la inclinación del barco se dirigía hacia la borda.
—¡Qué bárbaro!—exclamó el capitán con los ojos saltándosele de las órbitas— ¡Oh! ¡Hey! ¡Más despacio! ¡Creo que lo matará si sigue...!
—¡Bien!—dijo una voz detrás de ellos—. ¡Querido, dale otro!
Tambaleándose, Morgan se volvió para encontrarse frente a Peggy Glenn, sin sombrero ni abrigo, brincando en medio de la cubierta empapada. Con el cabello violentamente agitado por el viento la joven demostraba su júbilo mientras trastabillaba para mantener el equilibrio. Sostenía en una mano la botella de whisky (“para el caso que alguno pudiera necesitarla”, según explicó después) y la esgrimía ardorosamente.
—¡Condenada loquilla!—gritó Morgan—. ¡Vuélvase inmediatamente! —La tomó por un brazo y la condujo hacia el pasamano interior, pero la muchacha se zafó de él y le sacó la lengua. — ¡Le digo que se vuelva! Tome esto —tomó la lata de manos de Valvick y la puso en las de la muchacha—, tome esto y vuelva a la cabina. Ya iremos nosotros. Se acabó...
Así era, en efecto, desde unos momentos antes. Mientras persuadían a la muchacha de que desandara parte del camino, Warren había tenido tiempo de arreglarse la corbata, alisarse el pelo detrás del vendaje y volverse hacia sus compañeros con el aire contristado de quien se lamenta por el trastorno producido.
—Bueno, señores —exclamó—, ahora me siento mejor. Podemos examinar a este salteador y ver si lleva encima la primera parte del film; de no ser así podremos dar rápidamente con su cabina —suspiró profundamente. Una alta ola golpeó cerca de la cubierta salpicándolo, pero él se limitó a ajustarse la corbata y a enjugarse los ojos negligentemente. Estaba entusiasmado—. No fue malo el trabajo de esta noche. Como miembro del Servicio Diplomático creo que merezco el agradecimiento del tío Warpus y... ¡Pero qué demonios le ocurre a...!
La muchacha había gritado. Su voz se había oído sobre el ruido del mar, penetrante y aguda, y estremecedora en el transatlántico oscurecido.
Morgan se volvió. Peggy había quitado la tapa de la lata. Morgan observó con asombro que la tapa tenía una bisagra y una cerradura que no recordaba haber visto antes... Tomándose de la barandilla llegó hasta donde estaba la muchacha, bajo la débil lamparilla eléctrica, sosteniendo la caja abierta y contemplando su interior.
—¡Caracoles! —dijo el capitán Valvick.
La caja no era de latón, sino de acero delgado, y por dentro estaba rellenada y forrada con un resplandeciente satín blanco. En una depresión central descansaba un verde resplandor brillante que centelleaba bajo la inquieta luz. Con dos rubíes por ojos, era una joya exquisitamente labrada; una pieza de estilo persa del tamaño de una caja de fósforos fijada sobre un engarce de oro, en forma de pendiente.
—¡Sosténgala! —gritó Morgan, pues una sacudida del barco estuvo a punto de hacerla caer por la borda. La asió con fuerza. Salpicaduras de agua brillaron sobre el satín—. ¡Creí que iba a caerse por la borda! —murmuró, tragando saliva. Una sospecha que le asaltó le hizo volver la cabeza sobre el hombro—. ¡Dios mío! ¿Habrá robado el elefante esmeralda?—preguntó dirigiéndose a Warren—. Hemos hecho algo mejor de lo que pensábamos, al recuperar esto ¿eh? El viejo Sturton... pero, ¿qué les ocurre? ¿En qué están pensando? —Abrió mucho los ojos de pronto. Todos se miraban unos a otros entre el fragor del mar.
—¡Mira!—murmuró Warren tragando saliva— ¿no crees que esto es...?
El capitán Valvick había vuelto a tientas junto a la masa inerte que yacía cubierta con el impermeable arrinconada contra la mampara de cristales. Agachándose, y al amparo del tabique, vieron surgir finalmente la luz de un fósforo.
—¡Oh! ¡Señor de los cielos! —exclamó el capitán en tono condolido. Se incorporó. Echando hacia atrás la gorra, se rascó la cabeza. Cuando retornó junto a ellos, su curtido semblante tenía una expresión curiosa, entre ceñuda y divertida, y la voz era de circunstancias.
—Creo —observó rascándose la cabeza nuevamente—, creo que hemos cometido una equivocación. Creo que nos veremos en un terrible aprieto. Creo que el hombre a quien usted ha golpeado en la mandíbula es el capitán Whistler.
VI EL CUERPO QUE FALTA
Morgan tambaleó en un sentido más que literal. Sólo se restableció después de un largo rato durante el cual todos cambiaron miradas en silencio. Apoyó los brazos en la barandilla y contempló pensativo la cubierta. Se aclaró la voz.
—¡Bien, bien! —dijo finalmente.
De pronto, el capitán Valvick dejó escapar una risita entre dientes y a reglón seguido estalló en sonoras carcajadas. Se sacudía y retorcía en forma irreverente, y los viejos ojos honrados se llenaron de lágrimas mientras se apoyaba en la barandilla. Warren lo imitó; no pudo hacer otra cosa. Reían, aullaban y se palmeaban recíprocamente la espalda mientras rugían. Morgan los miraba con desaprobación.
—Por nada del mundo quisiera ser un espíritu de las tinieblas infernales que empañara la alegría y el regocijo de esta ocasión. ¡Id a juntar capullos de rosas, cabezones! Pero quedan algunos hechos que debemos considerar. No estoy muy familiarizado con la legislación marítima; fuera del hecho evidente de que hemos concebido y realizado una felonía no llego a darme cuenta del verdadero alcance de nuestro delito; pero tengo mis sospechas, caballeros. Se me ocurre que cualquier pasajero de un barco que deliberadamente ataca y hiere al capitán, o que permite que otro lo haga, probablemente tendrá que pasar el resto de su vida entre rejas... Peggy, por favor, deme esa botella. Necesito un trago.
La muchacha, que estaba haciendo esfuerzos por no estallar ella también en carcajadas, puso bajo el brazo la caja de acero y alcanzó obedientemente el whisky. Morgan lo probó; volvió a probarlo, y lo había probado por tercera vez antes de que Warren se pusiera serio.
—Está ¡Ohjojooo!—rugió Warren retorciéndose otra vez—. Está per... ¡Ahajajaaaa!... quiero decir. .. ¡Ihiijii!... que está perfectamente, viejo. Ustedes vuelvan a la cabina, siéntense, y pónganse cómodos. Yo le echaré un poco de agua a esta foca... y le confesaré... ¡Uh!, ¡Uh!, ¡Uh!—los hombres se sacudían; por fin Warren recobró la compostura y se incorporó—. Lo he golpeado, de manera que debo decirle...
—No seas asno —lo interrumpió Morgan—. ¿Qué vas a decirle?
—Pues, que... —y se detuvo.
—Exactamente —argumentó el otro—. Desafío a cualquiera a que encuentre una mentira razonable para explicar por qué saliste bramando del camarote, resbalaste siete metros de cubierta y botaste al capitán del “Queen Victoria” en su propio barco. Y cuando esa foca vuelva en sí, estará furiosa. Si le dices la verdad, tendrás que explicar lo del tío Warpus, sin que te crea, probablemente, de todos modos...
—¡Hum! —exclamó Warren fastidiado—. Pero, di- me, ¿qué supones que ha pasado? ¡Qué diablos! Yo creí golpear al hombre que había tratado de entrar en mi camarote...
Morgan le entregó la botella.
—Eran atenciones propias de un capitán, viejo. A la hora de la cena Peggy le habló de tu accidente. Ahora reparo en que ella olvidó mencionar que habías sido enviado a la enfermería, de modo que él vino a visitar al herido...
—Después —gritó el capitán Valvick exaltado—, después que logró convencer al duque inglés que le diera ese elefante esmeralda; y lo llevaba consigo para ponerlo a salvo. ..
—Exactamente; echó un vistazo a tu camarote; vió que no estabas, salió y pum —argumentó Morgan—. Además, existe otra razón muy buena por la que no puedes confesar. De lo único que estamos obligados a informarle es lo de esa muchacha: la que está en la cabina ahora, con un golpe en la nuca. Seguramente, tendrás que responder por eso, si reconoces que has golpeado al capitán. Para la inteligencia vivaz de nuestro amigo, el capitán Whistler, la explicación será sencilla. Si una de tus favoritas e inocentes distracciones es atacar por sorpresa a los capitanes de las naves de ultramar, es de suponer que habrás golpeado a esa pasajera con una cachiporra a modo de ejercicio preparatorio, especialmente... ¡Dios bendito!, ahora que recuerdo, ¡la buena de Peggy le dijo al capitán a la hora de la cena que tú tenías pajaritos en la azotea!
—¡Oh! ¡No es cierto!—protestó la muchacha convencida de que decía la verdad—. Lo único que afirmé fue...
—¡No importa, querida!—replicó suavemente Warren— lo único que interesa ahora es saber lo que debemos hacer. No podemos quedarnos discutiendo aquí, y estamos calados hasta los huesos. Estoy seguro de que ese hombre no reconoció a ninguno de nosotros.
—¿Estás absolutamente seguro?
—Completamente.
—Bien, entonces —respondió Morgan con un suspiro de alivio— lo que debemos hacer ahora es volver a ponerle la caja en el bolsillo, y dejarlo donde está. Cada segundo que permanezcamos aquí aumenta el peligro de que seamos descubiertos, ¡y entonces...! No creo que exista peligro de que caiga por la borda —agregó con incertidumbre.
—¡Nooo!, ningún peligro —aseguró el capitán Valvick con alegre despreocupación—. ¡Está perfectamente donde está! Lo arrimaré junto al tabique. ¡Ah!, ¡Ah!, ¡Ah! Deme la caja, miss Glenn. ¡Oh! ¡Usted está tiritando! ¡No debía haber venido sin el abrigo! Deme esa caja y vuelva a la cabina. No hay nada que temer, porque tenemos...
—¡CAPITAN WHISTLER! ¡CAPITAN WHISTLER! —gritó una voz casi sobre sus cabezas.
El corazón de Morgan dió un salto mortal ante dos asombrados pulmones. Quedó mirando a los otros, que habían enmudecido y permanecían inmóviles, sin atreverse a levantar la vista. La voz parecía venir de la parte alta de la escalerilla que conducía a la cubierta B, cerca de donde estaban Warren y Valvick. Éstos estaban en la sombra, pero Morgan temía lo peor. Contempló a Peggy que, petrificada, sostenía la caja como si fuera una bomba. Comprendió lo que ella estaba tramando: la muchacha miraba a la barandilla como si sintiera el incontenible impulso de arrojar la caja de acero por la borda. Le hizo un gesto de rotunda negativa. Morgan sentía algo que le golpeaba las costillas...
—¡Capitán Whistler!—repitió la voz más cerca, sin recibir más respuesta que el batir de las olas—. ¡Juraría que oí algo allí abajo!—continuó la voz en un tono que Morgan identificó como la del segundo oficial—. ¿Qué le habrá pasado al viejo? Dijo que volvería... —el resto de la frase se perdió en el viento. Luego una segunda voz, que parecía pertenecer al médico de a bordo, dijo:
—Parecía una voz de mujer. Creo que no supondrá que el viejo ande metido en líos con las señoras... ¿Bajamos? —Se oyeron los pies que se arrastraban por la escalerilla.
—No tiene importancia —exclamó el segundo oficial— nos habrá parecido...
Y entonces, para horror de nuestro grupo, el cadáver del capitán se incorporó junto a la mampara de cristales.
—¡¡¡8c%£$ &%£$!!! —rugió el capitán Whistler, cierto que débilmente y con voz ronca, pero aumentó el volumen a medida que volvía en sí—. ¡¡¡8c%£$ &%£$!!! —Emitía sonidos entrecortados, cerraba los ojos, y luego al recuperar totalmente el conocimiento, agitó los brazos levantándolos hacia el cielo y volcó su alma en una suprema maldición. — ¡¡¡¡% %&&&££ %%%%% &&&¿¿¿¿¿¿¿¿¿???????????!!!!!!!!
&&&& ((((((((((()) %%&%&%&% £ ¿¿¿¿¿???????? ¡¡ladrones!! ((((((()) ¿¿¿¿¿???? ¡¡asesinos!! ((¿¿¿?? ¡auxilio!
—¡Estamos perdidos!—murmuró Morgan en voz baja y cortante— ¡Rápido! No hay más que una. . ¿Qué está haciendo? -preguntó dirigiéndose a Peggy Glenn.
La muchacha no vaciló. Sin decir una sola palabra se acercó a la única abertura existente a sus espaldas, del camarote de quién sabe quién, la abrió precipitadamente, y a tiempo que el barco rolaba oportunamente para facilitar su maniobra, arrojó dentro la caja de acero. La cabina estaba oscura; oyeron el ruido que hizo la caja al caer. Sin volverse a mirar a los otros, la muchacha iba a echar a correr cuando Morgan la tomó del brazo.
—¡Caracoles!—exclamó la fantasmagórica voz desde la parte superior de la escalerilla, como si saliera de un éxtasis—. ¡Es el viejo! ¡Vamos!
Morgan trataba de ahuyentar a sus acompañantes como si fueran polluelos. Hablaba tan rápido que, con el estrépito del oleaje, no sabía si podrían oírle. ..
—No traten de correr, tontos, que Whistler los verá... quédense en la sombra... ¡Hagan ruido con los pies como si vinieran corriendo a ayudar! ¡Digan algo! ¡Corran en círculos!
Eran viejos recursos de sus novelas detectivescas, y creyó que servirían. En realidad, el resultado fue magnífico. El capitán Whistler debió suponer que un regimiento de caballería acudía en su auxilio. El estrépito era espectacular, destacándose especialmente la realista interpretación del capitán Valvick, de un galope que comenzaba a la distancia y se hacía más fuerte y atronador a medida que se acercaba. El intrépido trío de Morgan irrumpió también a los gritos de “¿Qué es eso?”, “¿Qué pasa?” y “¿Quién está herido?” Hicieron sus cálculos de manera de llegar a la mampara al mismo tiempo que el segundo oficial y el médico, quienes se acercaban agitando sus impermeables y luciendo las doradas insignias, que brillaban en la oscuridad. Hubo un silencio, mientras cada cual pensaba en lo que había que hacer y todos respiraban agitadamente. El segundo oficial, inclinándose, encendió su linterna. Un ojo sano —ileso a pesar de que el color de cebolla en escabeche de la pupila estaba horriblemente extendido— un único ojo sano llameaba y los contemplaba desde un rostro que semejaba una obra maestra de la pintura vanguardista. El capitán Whistler respiraba con dificultad. Morgan pensó en los cíclopes, y también en la incipiente apoplejía. El capitán Whistler, sentado en la cubierta mojada, se sostenía apoyando las manos detrás de él. La gorra estaba caída hacia atrás sobre sus cortos cabellos blancos. No decía nada. Momentáneamente era incapaz de decir nada; sólo respiraba.
—¡Santo Dios! —murmuró el segundo oficial.
Se produjo un nuevo silencio. Sin apartar la vista del aterrador semblante del capitán, el segundo oficial hizo señas al médico que estaba a sus espaldas.
—Yo... eso es... ¿qué ha pasado? —balbuceó.
Un verdadero sobresalto y un terrible escalofrío cruzó por el rostro del capitán y agitó su pecho, como si un volcán se estremeciera en su interior. Pero no dijo nada y prosiguió resoplando ruidosamente. El ojo del cíclope continuaba fijo.
—¡Vamos, señor!—apremió el segundo oficial—. ¡Deje que le ayude a levantarse! ¡Se va a resfriar! ¿Qué ha ocurrido?—preguntó con perplejidad volviéndose hacia Morgan—. Oímos...
—Nosotros también —admitió Morgan—, y vinimos corriendo al mismo tiempo que ustedes. No sabemos qué le habrá ocurrido. Habrá caído del puente, o algo semejante.
En la penumbra, Peggy se había adelantado.
—¡Pero si es el capitán Whistler! —se lamentó—. ¡¡Pobre!! ¡Es horrible! ¿Qué puede haberle ocurrido? Digo yo... —continuó como si hubiera tenido un repentino presentimiento; aunque había bajado la voz; como en ese momento apenas se oía un débil rumor de la marejada, todos pudieron escuchar lo que murmuró en el oído de Warren—. Espero que el pobre hombre no haya estado bebiendo...
—¿Qué es eso que corre de un lado a otro de la cubierta? —preguntó Warren escrutando la oscuridad. Siguiendo la dirección de su mirada, el atribulado segundo oficial dirigió el haz de rayos de la linterna.
—Creo... creo que es una botella de whisky —exclamó Peggy contemplando con seriedad el objeto que rodaba—, ¡Y está vacía...! ¡Pobre hombre!
Morgan la miró por sobre los anteojos empañados. Hombre animado por un elevado ideal de justicia, pensó que la muchacha iba demasiado lejos. Además, temía que el capitán Whistler sucumbiera a un ataque de apoplejía. El ojo ciclópeo lucía un tinte cada vez más subido. Había allí borbotones y chisporroteos de alguna misteriosa combustión interna bregando por manifestarse. El segundo oficial tosió.
—¡Vamos, señor!—lo instó con suavidad— deje que le ayude a levantarse, así el doctor podrá...
El capitán Whistler recuperó el habla.
—¡NO ME LEVANTO NADA! —rugió enfurecido—. ¡Y NO ESTOY BORRACHO! —Era tanta la presión del vapor, que obstruía la válvula de escape. Sólo podía balbucear desordenadamente. El dolor de la mandíbula castigada lo hacía gesticular y llevarse la mano a ella. Un pensamiento, sin embargo, seguía mortificándolo—...esa botella... esa botella. ¡Es con eso que me pegaron! ¡LES DIGO QUE NO HE BEBIDO NADA! Con ella me pegaron... eran tres... gigantes. Saltaron sobre mí a un mismo tiempo y... ¡mi elefante! ¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué ha ocurrido con mi elefante? —preguntó repentinamente electrizado—. ¡Me han robado el elefante! ¡No se queden parados como tontos! ¡Condenados! ¡Hagan algo! Búsquenlo. Encuentren ese elefante o sáquenme los ojos. Haré revisar hasta el último maldito...
No hay disciplina comparable a la de los buques mercantes ingleses. El segundo oficial se incorporó y saludó sin pedir explicaciones.
—Perfectamente, señor. Se realizará inmediatamente una prolija búsqueda, señor. No puede estar lejos. Entretanto —continuó cuadrándose y vuelto hacia los demás, y demostrando celo por salvar la reputación del comandante— mientras dure la búsqueda del elefante del capitán, ustedes irán a sus camarotes. El capitán Whistler cree que será innecesario que se mencione lo que ha ocurrido esta noche... Permítame que lo ayude, señor.
—Naturalmente —aseguró Warren afablemente—; puede usted confiar en nosotros. No diremos ni una palabra... Si en algo podemos ser útiles...
—¿Pero a usted le parece que no habrá peligro?—preguntó Peggy al segundo oficial, mostrando considerable inquietud—. ¡Pobre hombre! Suponga usted que vea a su elefante sentado sobre una de las chimeneas, o cualquier otra parte, haciéndole muecas y que mande a alguno de ustedes para que lo convenza de que debe bajar.
—¡Huela mi aliento! —gritó el capitán exaltado—. ¡No les pido otra cosa, condenados, sino que huelan mi aliento! Ya les he dicho que no he probado una gota de alcohol desde las cinco de la tarde...
—¡Escuchen!—sugirió el médico de a bordo, que había estado arrodillado detrás del angustiado comandante—. Sean razonables. El capitán no está... trastornado; está perfectamente, Baldwin. Aquí ha ocurrido algo muy extraño. Pronto se sentirá bien, señor. Podemos llevarlo arriba, a su cámara, sin que nadie lo vea... ¿sabe?
Evidentemente, en el fondo el capitán quería evitar todo encuentro con los pasajeros.
—¿No?—prosiguió .el médico—. Entonces a la sala de descanso, aquí adelante, a sotavento. Allí hay mesas y sillas; si míster Baldwin sostiene la linterna, yo llevaré mi valijín.
Morgan se dió cuenta de que había llegado el momento de emprender una retirada estratégica. La verdadera razón de haber permanecido tanto tiempo allí era la de saber con seguridad si el capitán había reconocido a su asaltante. Aparentemente estaban a salvo, pero notó que las sospechas rondaban en el aire. Las palabras del doctor habían despertado las sospechas del primer oficial, quien parecía ahora inquieto. El médico y el segundo oficial levantaron al comandante.
—¡Esperen un momento! —gritó el capitán en el preciso momento en que los espectadores comenzaban a diseminarse. El ojo sano relucía—, ¡Aguarden, dondequiera que estén! Creyeron que yo estaba borracho, ¿verdad? Bien. Les mostraré. Quiero hacerles un montón de preguntas en seguida. Quédense donde están. ¡Ya verán si estoy borracho!
—¡Pero vea, capitán, que estamos empapados!—protestó Warren—. Nos quedaremos si usted quiere, pero permita que esta señorita vuelva a su camarote... por lo menos para buscar un abrigo. ¡Ni un abrigo tiene! ¡No hay ninguna razón para que tengamos que quedarnos! ¿No es así? Nadie puede huir, y...
—¿ES USTED QUIEN VA A DECIRME LO QUE DEBO HACER, VERDAD?—exclamó el capitán iracundo—. USTED DARA LAS ÓRDENES EN MI PROPIO BARCO, ¿NO ES ASI?
¡Ah! ¡Que me maten! ¡Ahí mismo! ¡Ahí mismo! ¡Por eso mismo se quedarán exactamente donde están! ¡No se moverán un solo paso! No se moverán ni un centímetro de donde se encuentran. Arrestaré a cada uno de ustedes. Arrestaré a todos. Eso es lo que haré... y cuando encuentre al tal-por-cual que me golpeó y me robó la esmeralda...
—¡No!—murmuró Morgan con aspereza, dirigiéndose a Warren—. ¡No digas una sola palabra por amor de Dios! o nos hará arrojar al agua. ¡Quieto! —agregó al ver que el otro cerraba un ojo y bajaba la cabeza contemplando al capitán Whistler.
—¡No se moverán! —proseguía el capitán Whistler levantando furiosamente las manos y mirándolas de soslayo (sostenía las manos unos centímetros detrás del rostro). No se moverán ni tanto así de donde están. ¡Ni eso! ¡No discuta! ¡No…! ¿Quién habló?—interrumpió para preguntar— ¿Quién está allí? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué pasa con un abrigo? ¿Quién tuvo la osadía de pedirme un abrigo? ¿Eh?
—Mi nombre es Warren, Curt Warren, capitán. Usted me conoce. No pensará que soy el ladrón que usted busca.
El capitán Whistler se contuvo, lo miró y se puso a meditar con inquietud.
—¡Ah!—dijo con extraño acento— Warren, ¿eh? ¿Warren? ¡Bien! ¡Bien! ¿Y quién está con usted?
Cuando tres voces respondieron al unísono, adoptó un tono severo pero nervioso.
—¡Quédense donde están! ¡No se muevan!; míster Baldwin, vigílelos... vigile a ese... ustedes han estado vagando por el barco, ¿no es así, señor Warren? ¿Qué es lo que tiene en la cabeza? Venga hacia la luz... Tela adhesiva... ¡Ah, sí! Se lastimó la cabeza...
—Sí, eso es —respondió Warren con un gesto— y eso es lo que quiero decirle. Si no nos quiere dejar ir, mande por lo menos a alguien a mi cabina. ¡Mande al médico, viejo tonto! Usted tiene razón, pero mande al médico. Hay una jovencita desmayada allí... tal vez muerta... no lo sé. Usted es capaz de comprender, ¿verdad? Ha sido desmayada de un golpe en la cabeza...
—¿Qué?
—Sí. Alguien la golpeó en la cabeza y luego...
Entre los dos: el doctor y el segundo oficial, llevaron al capitán a un recodo protegido, donde siguió hablando sin cesar. No quería oír nada; ni un paso ni un movimiento. Insistió en que los cuatro conspiradores permanecieran al alcance de la vista de Baldwin, quien sostenía la linterna para facilitar los trabajos de reparación. Ellos se agruparon junto a la vidriera delantera, azotada por la lluvia. Warren se quitó la chaqueta para cubrir a la muchacha, y al colocarla sobre sus hombros pudo cambiar algunas palabras con sus compañeros, no sin asegurarse antes de que no podían oírle.
—Escucha —dijo Morgan mirando sobre el hombro para cerciorarse de que estaban fueran del alcance de los oídos de los otros—, podemos considerarnos afortunados si no nos arrojan al mar. ¡Que me cuelguen si el viejo no está frenético! ¡Está loco; no lo hagan enojar! ¿Quién fue la bestia que le puso la botella de whisky detrás?
—¡Fui yo! —respondió el capitán Valvick golpeándose el pecho. Sonreía con orgullo—. Yo creo que ése ha sido un rasgo de genio. ¿No les parece? ¿Estuve mal?... Como ya no tenía más whisky. ¡Seguro! ¿Ustedes temen que encuentren impresiones digitales, tal vez?
Warren hizo un gesto por todo comentario y se pasó la mano por la cabeza.
—Mira, Hank —murmuró— eso es una idea; si se le ocurriera al viejo... Además hay otra cosa, querida... ¿Por qué se te ocurrió arrojar la caja por la abertura de la primera cabina que tenías delante?
—¡Esto sí que es bueno! —exclamó indignada—. ¡Con los oficiales que se nos venían encima!... ¿Habrías preferido que la tirara por la borda? Además, fue una excelente idea. No nos pueden culpar a nosotros, ni a nadie más. No sé de quién será esa cabina; pero como buscarán la caja, quienquiera que sea el ocupante del camarote, mañana por la mañana, al despertar, la encontrará en el suelo, se la llevará al capitán explicando que la arrojaron en su cabina, y nada más.
—Muy bien —murmuró Warren suspirando profundamente—, todo lo que puedo decir es que tenemos bastante suerte. Te juro que creí morirme cuando vi que la arrojabas. Ya me imaginaba a alguien sacando la cabeza por el ojo de buey en el momento en que llegaban los oficiales, y diciendo: “¡Eh!, ¿qué ocurrencia es ésa de tirar cosas dentro de mi camarote?”
Cavilaba contemplando a través de la vidriera la lóbrega noche, levemente iluminada por el resplandor que llegaba del puente, las encrespadas olas que se agitaban en la niebla, y el blanco torrente de espuma que rodaba, se arremolinaba y finalmente caía entre los cordajes imperturbables. En lo alto tañía la campana de la embarcación: uno-dos, uno- dos, uno-dos. Ése es uno de los ruidos más adormecedores del mar, durante la noche. El viento ahora agonizaba, y la lluvia había dejado de martillar en los cristales. Con la majestuosidad de un galeón, el alto palo de trinquete se levantaba, se balanceaba y descendía a cada golpe de mar, entre una nube de espuma.
Warren miraba hacia adelante.
—Yo los he metido en todo esto —murmuró en voz baja—. Estoy... lo lamento mucho...
—Pero, hijo, ¡si es muy divertido! —exclamó el capitán Valvick.
—¡Nunca me he divertido tanto! Pero tenemos que ponernos de acuerdo en la historia que vamos a contar...
—Yo los metí en todo esto —volvió a lamentarse Warren— pero también los libraré de todo; no se preocupen. Déjenme hablar; creo que lo convenceré. Mi talento diplomático está incólume. Poquísimas veces me ha defraudado... —Morgan tosió, pero el otro parecía tan seguro de lo que decía que nadie habló—...y lo arreglaré. Lo que me indigna —declaró Warren levantando en alto un puño y dejándolo caer sobre la barandilla—, lo que me indigna y me enfurece hasta el punto de sentirme asesino, es pensar que hay un vil asaltante que usa cachiporra, y que en este preciso momento se estará riendo a mandíbula batiente de todos nosotros. ¡Sarnoso! Esto le ha salido a la medida, y yo estoy loco ahora; estoy cuerdo y estoy loco. ¡Lo agarraré! Lo agarraré aunque eso sea lo último que haga en mi vida, y aunque tenga que sentarme a esperar todas las noches, que venga a buscar la…
Se volvió, rígido ante la idea que acababa de atravesar su mente.
—¡La película...!—dijo mesándose los erizados cabellos—. ¡La película sola en mi cabina... el resto... y sin protección! El resto del discurso del pobre tío Warpus... y probablemente estará robándolo ahora...
Antes de que nadie pudiera detenerlo giró sobre sí mismo y corrió de vuelta a su camarote por la resbaladiza cubierta.
—¡Curt!—le gritó Morgan con un gruñido que murió gravemente en el estómago—. ¡Escucha! ¡Eh! ¡Vuelve, que el capitán...!
Por sobre el hombro Warren sugirió algunas directivas para la conducta ulterior del capitán. Whistler estaba fuera de sí y no lo disimulaba. Gritó al segundo oficial que lo siguiera, y permaneció erguido y mascullando mientras Baldwin perseguía a aquella figura que recorría en mangas de camisa por la desolada cubierta. Warren entró por la puerta y tras él lo hizo Baldwin. En vano trató el bueno de Valvick de apaciguar a su colega. En primer lugar, Whistler no aceptaba el tratamiento de “viejo pelma” y describía las horribles torturas quirúrgicas que estaba dispuesto a realizar. No estaba de mejor humor cuando apareció nuevamente el segundo oficial llevando firmemente del brazo a Warren. Aparentemente éste discutía mientras patinaban por la cubierta.
—¿Pero usted no tiene corazón? —reclamaba—. Todo lo que pido es que mire dentro de la cabina de al lado para ver si esa pobre chica vive todavía... si necesita ayuda... si... o que me deje mirar a mí. Pero no. Yo tengo una razón muy buena —comenzó a decir Warren cerrando un puño con aire meditativo— para...
—¿Qué fue a hacer?—preguntó Whistler con impaciencia, cuando trajeron al reo frente a él—. ¿Por qué se resiste?
Un Baldwin muy mortificado era el que miraba ahora a Warren.
—No lo sé, señor. Entró en su propia cabina, y cuando yo llegué allí lo encontré arrodillado en el suelo tirando películas cinematográficas sobre el hombro y diciendo: “no está, no está”.
—Sí —asintió Warren sacudiendo la cabeza con amargura mientras miraba a Peggy y a Morgan— ese sinvergüenza estuvo allí mientras tanto y robó el resto.
—¿Qué es lo que no está, jovencito? —inquirió el capitán Whistler. Parte de su primera explosión de furia había desaparecido. Todavía conservaba una actitud triplemente peligrosa, pero el ultraje del ataque había sido dejado de lado en favor de las terribles reflexiones sobre las consecuencias. Evidentemente, eso ocupaba demasiado espacio en el reducido cerebro del capitán; más importante que las botellas de whisky o los directos a la mandíbula, era el hecho de que le hubieran robado una esmeralda valuada en cincuenta mil libras que se había confiado a su custodia. Lord Sturton tenía fama de ser muy fastidioso. El capitán hizo bruscamente a un lado al médico, que no había terminado aún su cometido. Unos pocos trozos de tela adhesiva pusieron en su rostro enrojecido un toque sutil de Cézanne. Guiñó el ojo derecho, cuadró los hombros y repitió la pregunta esforzándose por mantener la calma—. ¿Qué es lo que no está, joven?
—No puedo decírselo —contestó Warren—, y de todos modos, no tiene importancia; por lo menos para usted. No tiene nada que ver con lo que puedan haberle robado a usted. Todo lo que yo quisiera pedirle y suplicarle, es que no deje a esa pobre muchacha allí, tal vez muriéndose.
—Mr. Warren —empezó el comandante con calma tensa y siniestra—, quiero comprender algo de todo esto... Quiero que comencemos por el principio; quiero comunicarles que se sabe que hay a bordo de este barco un peligroso criminal que acaba de robarme un objeto de enorme valor.
—¿Recuerdas que te lo dije, viejo pelma? —intercedió Valvick sacudiendo la cabeza tristemente—. Te dije que era preferible publicar la noticia y prevenir a todas las personas. Ahora ya ves lo que pasó.
—NO ME IMPORTA NADA DE CUANTO USTED ME HAYA DICHO, SEÑOR. No se meta en esto, carne de tiburón. Guárdese sus familiaridades y deje de lado esa pose de encumbrado y todopoderoso cuando hable conmigo, Carne-de-tiburón. Recuerdo cuando... —Estaba a punto de entusiasmarse; se contuvo: — No importa; continuaré, Mr. Warren. Usted es sobrino de un distinguido caballero, quien lo ha confiado especialmente a mi cuidado. También he leído las novelas de Mr. Morgan; él ha viajado antes en mi barco. Lo conozco. Al capitán Valvick... ¡Dios sabe si lo conozco! No estoy borracho ni loco, señor. No creo que ninguno de ustedes sea ese peligroso criminal. Tengan a bien comprender esto. Pero creo, Mr. Warren, que desde que la señorita Glenn me habló de usted a la hora de la cena, se ha venido comportando de una manera por demás extraña. Ahora que me cuentan que una señorita ha sido herida en la nuca insisto en conocer la historia completa.
—¡Perfectamente!—puntualizó Warren con el aire de quien llega a un acuerdo—. Es usted muy amable, capitán; pero el caso es que no sabemos nada del ataque de que usted fue víctima. Ocurrió de esta manera: estábamos todos reunidos cuando entró esa desconocida señorita mal herida. Comprendimos que alguien la había atacado y salimos apresuradamente a ver si podíamos dar con el asaltante. Mientras estábamos en la cubierta oímos sus quejidos
(No está mal para empezar —pensó Morgan con ansiedad—; adelante ahora.)
—Comprendo —manifestó el capitán—, ¿y dónde estaban ustedes entonces?
—¿Eh?
—Digo que ¿dónde estaban ustedes entonces? —repitió el capitán con una mirada tan inquisitiva que Morgan se estremeció—. ¿Dónde estaban ustedes cuando entró esa señorita desconocida que dicen? No estaban en su camarote. Lo sé porque yo personalmente me fijé.
—¡Oh! Ya comprendo, ¡claro que no!—respondió Warren con ardor— ¡Naturalmente que no! Estábamos en el camarote siguiente, que está desocupado.
—¿Por qué?
—¿Por qué?, pues fue una idea que se me ocurrió. Nada más que una idea, ¿comprende?... que tuvimos... —respondió Warren mientras su mente elaboraba planes en busca de las palabras más adecuadas—. Es decir, yo pienso que la idea era buena. De todos modos, estábamos allí, ¡qué demonios! Pregúnteselo a cualquiera... Ellos me estaban atendiendo...
—¿Atendiéndolo?—repitió el capitán con gravedad—, ¿... y qué hacía usted allí?
—Pues, estábamos sentados en el suelo jugando a la geografía, cuando oímos que se abría la puerta de la cubierta C y que esa señorita que fue atacada me llamaba por mi nombre. No sé quién es; sólo la había visto una vez —prosiguió Warren adquiriendo mayor seguridad y soltura a medida que hablaba—... fue en la cabina del radiotelegrafista. ¿Recuerda cuando recibí ese telegrama de... ese telegrama de los osos?
—¿Qué osos?
Las mandíbulas de Warren se movían con desesperación. Contempló a Morgan en busca de auxilio.
—Es como él dice, capitán —explicó este último con la mayor suavidad de que era capaz. Tenía un nudo en la garganta y la convicción de que.se volvería loco si Warren seguía tratando de explicarlo todo— Naturalmente, Curt está un poco confundido. Creo que refiere esas cosas en una forma bastante extraña, pero es muy sencillo, después de todo; se trata de unas mercancías; los osos estaban invadiendo el mercado y sus existencias almacenadas se desvalorizaban, ¿comprende usted?
—¡Oh!, ¿conque está preocupado por cuestiones financieras? ¡Ah! ¡Ah!—exclamó gravemente el capitán—. Pero entendámonos, Mr. Morgan, ¿certifica usted la veracidad de esa disparatada historia?
—Vaya usted y véalo. ¿Por qué no lo hace? —gritó Warren exasperado—. Eso es lo que le vengo pidiendo desde un principio. Aquí la tiene usted a miss Glenn tiritando envuelta en mi chaqueta, y a todos nosotros en cubierta a una temperatura de cero grados, mientras aquella pobre muchacha esté tal vez muriéndose. ¿Viene usted, doctor?
—Vamos todos —dijo el capitán resolviéndose repentinamente. Hizo una seña a sus dos subordinados y en extraña procesión se dirigieron hacia la puerta. Warren la mantuvo abierta mientras todos la trasponían; una Peggy temblorosa y pálida fue la que aspiró profundamente el cálido aire del interior. En el primer momento la luz los encandiló.
—¡Bien! ¡Aquí estamos!—exclamó Warren tiritando, al tiempo que permanecía junto a la pared en el blanco pasillo—. Aquí es donde la muchacha quedó enganchada en la puerta. ¿Ve la sangre sobre la alfombra de goma?
—¿Sangre? —preguntó el capitán mirándolo fijamente—. ¿Qué sangre? No veo sangre por ninguna parte.
No la había, no obstante saber Morgan que había estado allí antes. Se quitó los anteojos, los limpió, y volvió a mirar sin resultados. Otra vez experimentó una sensación de molestia en la boca del estómago, y la convicción de que detrás de tantas cosas extrañas se agitaba algo monstruoso y mortífero...
—¡Pero...! —murmuró Warren con desesperación. Quedóse mirando al capitán y luego abrió la puerta del camarote vecino al suyo.
La luz estaba encendida. La cama sobre la que habían tendido a la muchacha herida estaba vacía; la almohada no estaba deshecha ni las sábanas arrugadas. Ni siguiera estaba la toalla ensangrentada con que Peggy había limpiado la cara de la otra muchacha. Una toalla limpia, blanca y bien planchada colgaba del toallero del lavatorio.
—¿Y...?—reclamó tempestuosamente el capitán Whistler—. Estoy esperando.
VII ¿EN QUÉ CAMAROTE?
En realidad, eso no fue sino el principio. La simple visión de una cama vacía y de una toalla limpia —algo que no tendría por qué alarmar a nadie—, produjo en Morgan tal sensación de terror como no la había experimentado jamás, ni aun en el caso del Ocho de Espadas, ni la conocería después, en el caso de Los Dos Ahorcados. Trató de convencerse a sí mismo de que ese absurdo era sólo una parte de la estrafalaria comedia de la cubierta C.
No lo era. Mucho después se dió cuenta de que lo primero que le había producido esa impresión era algo en la posición de las sábanas.
Durante el breve silencio en el que todos permanecieron inmóviles observando el camarote, pensó en muchas cosas. La muchacha —veía nuevamente su rostro clásico, de pobladas cejas, contraído y ensangrentado sobre la almohada—, la muchacha había estado allí. No era posible dudarlo, ergo, sólo había tres posibles explicaciones de su ausencia.
Podía haber recuperado el conocimiento; al encontrarse sola en un camarote extraño tal vez se hubiera marchado por sus propios medios. Esta explicación era débil, principalmente porque las heridas eran graves, y cualquier persona normal, al recuperar el conocimiento, habría pedido ayuda, habría alborotado, habría llamado al camarero, y habría seguramente mostrado algún signo de debilidad o curiosidad. Pero existía todavía una razón mucho más poderosa: no hubiera rehecho la cama antes de marcharse, no hubiera puesto cuidadosamente sábanas limpias y una nueva funda a la almohada, además de hacer desaparecer la toalla sucia y poner otra colgada exactamente en el mismo lugar. Todo eso, no obstante, había sido realizado. Morgan recordaba que cuando la acostaron habían caído manchas de sangre en la sábana; recordaba que el balanceo del barco había hecho derramar un vaso de whisky, cuyo contenido se había extendido sobre la almohada y la sábana, humedeciéndolas. La cama había sido rehecha, pero ¿por qué, y por quién?
La segunda explicación no era más que una fantasía, de la que el mismo Morgan dudaba. ¿Si se supusiera que la muchacha había estado fingiendo? ¿Si se pensara que la muchacha estaba en combinación con su amigo, el ladrón, y que ella sólo se había fingido herida para distraer la atención de todos y permitir que alguien registrara el camarote de Warren? Ridículo o no, aquel film podía tener derivaciones muy peligrosas en países donde no se considerara gracioso que se hicieran bromas sobre el Canciller. El mundo cambia, pero el progreso nos devuelve la solemne tilinguería de la autocracia. En Inglaterra o los Estados Unidos la cosa sería considerada con ligereza, como una de tantas payasadas que los copetudos cometen a menudo; pero... ¿y en otros países? Morgan no creía, sin embargo, en esa trama absurda. Además del hecho de que el ladrón ganaría muy poca libertad de acción empleando un recurso tan simple como el de poner en la cabina inmediata una mujer que simulara estar herida, quedaba la situación de la muchacha. La peligrosa contusión en el cráneo, sangre de una auténtica hemorragia cerebral, el blanco del ojo volcado hacia arriba por la inconsciencia, no eran fingidos. La muchacha estaba herida... y mal herida.
En la tercera explicación prefería no pensar. Pero lo asustaba. Se decía que el fondo del mar quedaba a cinco millas de distancia. Mientras se imaginaba cosas tan horribles en el sofocante camarote, pensaba con cierto sentimiento de alivio (y así era en efecto) que si Peggy Glenn en lugar de desobedecer las órdenes hubiera permanecido junto a la cama, alguien, al entrar, la habría encontrado allí.
Estos pensamientos fueron tan rápidos que el capitán Whistler no había terminado de enunciar una de sus siniestras frases cuando Morgan se dió vuelta. El capitán, con su obesa figura envuelta en el impermeable, había bajado la cabeza como introduciéndola, en el cuello. Iluminados por la luz eléctrica, los colores del dilatado rostro lucían una variedad aún mayor de matices; especialmente el ojo izquierdo, cerrado bajo una aureola purpúrea. Sabiendo que todos lo miraban por eso, se enfurecía todavía más.
—Y bien... —dijo finalmente—, ¿qué clase de broma es ésta? ¿Dónde está la mujer que se estaba muriendo? ¿Dónde está la mujer que querían que yo auxiliara? ¡Que un rayo me parta la brújula! ¿Creen que pueden hacerme perder tiempo cuando alguien ha robado en mi barco una esmeralda valuada en cincuenta mil libras? ¡No hay nadie en esa litera!... ¡nunca hubo nadie! —Lo asaltó una tétrica sospecha: — ¿No me dirán que hay alguien allí, verdad? ¡Vamos, jovencito! ¿No me dirá seriamente que cree que ve a alguien en esa cama?
Giró sobre sí mismo para mirar a Warren.
—¡Viejo!—clamó el capitán Valvick con violencia—. No hay broma ninguna. Te digo que él tiene razón. Yo la he visto. Yo mismo la traje aquí... ella estaba... —Las palabras le faltaban; se adelantó, sacó la almohada de la cama y la sacudió. Miró debajo de la cama inferior y encima de la de arriba. — ¡Diablos! ¿No nos habremos metido en otro camarote?
Peggy, que había estado tratando de sacar las manos por el extremo de las mangas de la holgada chaqueta azul de Warren, se tomó del brazo del capitán.
—Es verdad, capitán. ¿No ve que es verdad? ¿Cómo puede creer que nos hayamos equivocado todos en una cosa así? Ése es mi nécessaire, ¿lo ve? Lo dejé sobre el canapé... aquí estaba ella. La he visto. La he tocado... puede ser que haya vuelto en sí y se haya marchado... tenía un vestido amarillo de seda y un abrigo verde oscuro con...
El capitán Whistler inspeccionaba a cada uno con su ojo sano, y luego lo cerró. Después se pasó el revés de la mano por la frente.
—No sé qué hacer con ustedes —dijo—. ¡Ayúdame, Harry! No lo sé. Hace cuarenta años que navego; veintitrés a vela y diecisiete a vapor, ¡y nunca he visto una cosa igual! ¡Mr. Baldwin!
—¿Señor?—respondió el segundo oficial, que había permanecido en la puerta con una expresión indiferente en el semblante—. Sí, señor.
—Mr. Baldwin, ¿qué conclusiones saca usted de todo esto?
—Pues, señor —contestó Baldwin con incertidumbre—, lo que me confunde es eso de los elefantes y de los osos; no sabiendo de qué se trata no puedo decir nada; parecería como si fuéramos a cazar un zoológico entero.
—¡No quiero saber nada de osos ni elefantes! ¡NO ME HABLE DE ELEFANTES NI DE OSOS! Le he hecho una pregunta simple; limítese a una respuesta sencilla. ¿Qué piensa de esa historia de la mujer?
Mr. Baldwin vaciló.
—Creo que no es posible que todos estén locos, ¿verdad?
—No lo sé —repuso el capitán inspeccionándolos—. ¡Dios mío! Creo que voy a enloquecer yo, si no lo están ellos. Los conozco a todos... no creo que sean ladrones... sé que no robarían esmeraldas por valor de cincuenta mil libras... y sin embargo, ¡mire!—se acercó y palpó la cama—. Nadie se ha acostado aquí, lo juraría. Si estuviera la sangre que ellos dicen... ¿Dónde está la toalla que usaron, eh? ¿Dónde está la sangre que dicen que había afuera junto a la puerta? La mujer no puede haber cambiado las sábanas y haberse marchado con la toalla, ¿no?
—No —repuso Morgan mirándolo con fijeza—... pero otra persona puede haberlo hecho. No bromeo, capitán. Alguien pudo hacerlo.
—¿Usted también, eh?—replicó Whistler con el aire de quien ya no se sorprende ante nada—. ¿Usted también?
—La cama entera ha sido cambiada, capitán; eso es todo, y yo me pregunto ¿para qué? ¡Fíjese!, no es más que un segundo; levantemos las cobijas y miremos debajo, el colchón.
Esto, unido a la expresión idiotizada con que Morgan miraba hacia la cama, era demasiado para el malhumorado esfuerzo del capitán por escuchar a cada una de las partes. Tomó la almohada y la arrojó sobre la cama.
—¡No estoy dispuesto a desempeñar ese tonto papel, señor! —exclamó en un tono que comenzó siendo un rugido pero se suavizó al recordar dónde se encontraba—. Ya tengo bastante con esto. Tenga usted razón o no la tenga, no discutiré. Otros asuntos más importantes reclaman mi atención. Esta noche, después de conferenciar, realizaré la búsqueda más prolija, con el peine más fino que registren los anales de mar y tierra. Ese elefante está a bordo y que me quede ciego si no lo encuentro aunque para ello tenga que desarmar el barco plancha por plancha! ¡Eso es lo que voy a hacer!... y mañana por la mañana interrogaré personalmente a todos los pasajeros. Aquí mando yo, y puedo registrar el camarote de quien se me antoje. Eso es lo que haré. Ahora... ¿quieren tener a bien desaparecer de mi vista?...
—Escuche, capitán. Tal vez nosotros no podamos significar una gran ayuda —argumentó Morgan—, pero ¿por qué no unimos nuestras fuerzas?
—¿Unir las fuerzas?
—En la siguiente forma: admito que las apariencias están contra nosotros. Le hemos referido una historia que usted no cree, y que casi le ha provocado una apoplejía; pero, con toda seriedad, hay una razón muy poderosa detrás de todo esto. Es algo grande... más grande de lo que usted piensa... y ¿por qué no nos cree?
—Yo creo —comenzó el capitán con amargura— en lo que veo y oigo; eso es todo.
—Sí, ya lo sé... a eso voy —asintió su interlocutor. Se quitó la pipa de la boca y golpeó distraídamente el hornillo sobre la palma de la mano—... pero nosotros no. Si lo hiciéramos, ¿qué cree usted que debíamos pensar cuando salimos y lo encontramos sentado y maldiciendo sobre la cubierta mojada, con una botella de whisky vacía a sus espaldas y mascullando algo sobre su elefante perdido?
—NO ESTABA BORRACHO —dijo el capitán—... y si algún palurdo —prosiguió agitando en alto los brazos—.. .y si algún palurdo bastardo vuelve a mentar lo que sólo fue una desgracia, como si...
—Ya sé que lo fue. Naturalmente que lo sé. Pero hay seis de lo uno y media docena de lo otro... las desgracias son siempre así... Simbólicamente, como lo dice Mr. Baldwin, hay elefantes y osos, y si usted insiste en sus elefantes, ¿por qué no permite que Curt vaya tras sus osos?
—No entiendo nada de todo eso —confesó el capitán aturdido—. Soy un hombre sencillo y me gustan las cosas claras. ¿Adónde va usted? ¿Qué es lo que quiere?
—Solamente esto. Si yo me sentara mañana por la mañana a la mesa del desayuno y dijera sólo lo que he visto esta noche... ¡no es que vaya a decirlo, por supuesto!—exclamó Morgan adoptando una expresión de contrariedad y guiñando significativamente un ojo—; cito el caso únicamente como un ejemplo. Usted me comprende...
Ésas eran las cosas claras que el capitán podía comprender. Por un momento su cabeza surgió de entre los pliegues del cuello del capote con gesto colérico.
—¿Usted quiere extorsionarme? —protestó con voz grave.
Alcanzaba a comprender la trascendencia de todo cuanto Morgan podía hacer, y para suavizarlo adoptó hábilmente otra táctica. Pero, como uno de esos argumentos improcedentes de los abogados hábiles, que el juez ordena no sea tomado en cuenta por los jurados, ya había hecho su efecto. Y lo había hecho, indudablemente, en el capitán.
—No he querido decir eso —insistió Morgan—. Dios sabe que no seremos de gran ayuda, pero cuanto pido es esto: estamos tan interesados como usted en apresar a ese ladrón; si se nos mantuviera al corriente de los acontecimientos...
—No veo ninguna razón para que no puedan estarlo —gruñó el comandante después de una pausa, y tras aclarar repetidas veces la voz. El ojo y el mentón le dolían considerablemente. Para Morgan resultaba casi
incomprensible que pudiera conservar el dominio por debajo del punto de ebullición. Se le revelaban, no obstante, algunas derivaciones que evidentemente le desagradaban—. No veo ninguna razón para que no puedan estarlo. Ahora mismo le comunico que mañana por la mañana los llevaré ante lord Sturton para que le refieran la historia que me han contado a mí. Si no fuera tan tarde los llevaría ahora mismo. ¡Oh! ¡Ya lo creo que estarán interiorizados!... Le diré francamente, Mr. Warren —prosiguió cambiando de tono y volviéndose hacia él—, que si no fuera por su tío no serían ustedes objeto de tantos miramientos. Seré generoso. Les daré una oportunidad para que prueben su inverosímil relato.
—Gracias —contestó Warren secamente—, estoy seguro de que el tío Warpus le quedará muy agradecido, ¿pero, cómo hacerlo?
—¡Baldwin!
—¿Señor?
—Tome nota de esto: mañana por la mañana iniciará una investigación, con la razón o el pretexto que prefiera, para descubrir si hay a bordo algún pasajero que haya sido herido en la forma que usted acaba de oír. Sea discreto. ¡Sea discreto, por Satanás, o lo haré desollar!, y luego comunique el resultado a Mr. Morgan. Con esto he hecho cuanto he podido por ustedes —cacareó y se volvió luego diciendo—: y les deseo muy buenas noches, pero ¡recuerden!, recuerden que espero cooperación, cooperación. He hecho bastante, y si una sola palabra de todo esto llega a saberse, ¡que Dios los asista!... Usted debe saber la verdad, Mr. Warren —exclamó el capitán mientras el ojo de cíclope fulguraba fuera de todo control—. Pienso que usted está loco. CREO QUE USTED ESTA CHIFLADO, y que estas personas lo están escudando. Una sola actitud sospechosa, señor, nada más que una única actitud sospechosa más, y le pongo la camisa de fuerza. Eso es todo. iii&£w”£9%%%???¡$! ¡Buenas noches!
Cerró la puerta con un portazo solemne. Nuestros amigos quedaron solos.
Cavilando, Morgan contemplaba el piso mientras mordía la boquilla de la pipa vacía. A pesar de que los ojos se dirigían involuntariamente hacia la cama, no quería pensar en ello. El “Queen Victoria” cabeceaba menos ahora; se podía sentir el monótono vibrar de las hélices. Morgan tenía frío y estaba indescriptiblemente cansado. Se sobresaltó cuando dos voces comenzaron a cantar. Los contempló melancólicamente. Peggy Glenn y Curtís Warren, con seráfica expresión en sus rostros (a las dos de la mañana) tenían las cabezas juntas y estaban tomados de los hombros. Se balanceaban lentamente mientras alzaban la voz al unísono.
“¡Oh, vivir sobre las olas del mar!” —cantaban ambos héroes.
“Un hogaaaar sobre el oceeeeeano profundo”
“¡Oh! viviiiiir
“sobre las oooolas del maaaar”.
—¿Quieren callarse?—murmuró Morgan cuando el capitán Valvick con un gesto de aprobación sumó su voz al destemplado coro—. Además del hecho de que hay gente tratando de dormir por los alrededores, es probable que hagan volver al capitán.
Esa amenaza los enmudeció en mitad de un compás, pero se estrecharon las manos con alegría, y Warren insistió en estrechar la de Morgan con un apretón que desarticuló el hombro de éste. El inglés los estudiaba: Valvick, apoyado sobre el lavabo, y Peggy y Warren sentados en la cama, reían. Se preguntaba si alguno de ellos comprendería lo que había ocurrido; también se preguntaba si sería oportuno decírselo.
—Viejo —dijo Warren con admiración—, no tengo empacho en decirte que estuviste magnífico. ¡Fue formidable!; lo aplastaste. —Se restregó las manos y las apoyó después en las rodillas. — Esa ocurrencia de los elefantes y los osos y la amenaza de diseminar la semilla dejó al incorregible cerdo de Whistler... ¡Oh! ¡Colosal! Eres elegido por ello Cerebro de este Congreso. De aquí en adelante se hará lo que tú digas. Lo que es yo... voy a andar derecho... y ¡cómo! Oíste lo que dijo el viejo lobo de mar.
—¡Oh!, seguramente —asintió Valvick con ademán pesado—. Pero mañana, cuando aparezca la esmeralda, pasará todo. Cualquiera que sea el camarote en que miss Glenn la tiró, por la mañana al despertar la verán... ¡y ya está!
Warren se incorporó impresionado por esa sugestión.
—A propósito, querida, ¿en qué camarote la tiraste?
—¿Cómo voy a saberlo?—replicó la muchacha a la defensiva—. No sé quiénes ocupan todos los camarotes del barco. Era la única abertura conveniente y no hice más que obedecer a mi primer impulso. ¿Qué puede importar que sea uno u otro?
—Bueno... preguntaba solamente. —Contempló la lamparilla que se hallaba en un rincón de la cabina, junto al techo y a la puerta del guardarropa. — Creo... supongo que no hay posibilidad de que la echaras dentro del camarote de alguien para quien pudiera significar una tentación...
—¡Diablos! —rugió el capitán Valvick.
Todos miraron simultáneamente a Morgan. Éste había disfrutado inmensamente del hecho de encontrarse entronizado por aquel trío de tontos geniales, convertido en Cerebro de esa organización para capturar a un bandido, si no hubiese sido por aquella duda torturante que aparentemente ninguno de sus subalternos compartía. Entretanto, los subalternos, prontos para fugar por una nueva tangente y obsesionados por un pensamiento que nada tenía que ver con el problema principal, lo contemplaban expectantes.
—Pues... —comenzó con desgano—, si realmente quieren saber quién ocupa ese camarote, es muy sencillo; basta tomar el número del camarote por cuyo ojo de buey Peggy tiró la caja... ¿Está claro, verdad? Luego buscar ese número en la lista de pasajeros, y nada más. ¿En qué cabina la tiró, Peggy?
La muchacha abrió la boca con angustia y la volvió a cerrar. Contrajo el ceño, sacudió la cabeza como para ayudar al pensamiento.
—¡Qué demonios!—murmuró en voz muy baja- Creo... sinceramente... ¡no me acuerdo!
VIII SANGRE BAJO LA SABANA
Warren dió un salto.
—Pero, querida —protestó—, tienes que recordarlo, ¿cómo no lo vas a recordar? Hay una serie de aberturas cerca de la escalerilla del lado de estribor, ¿no es así? ¡Bien! Estabas de pie junto a una de ellas; todo se reduce a recordar cuál era. Además... —un nuevo aspecto del problema se le ocurrió de pronto— no lo había pensado antes... pero es terrible: ¡imagínate que por casualidad la hayas tirado dentro del camarote del criminal! —exclamó Warren casi convencido de que así había ocurrido en realidad— Ya se ha alzado con mucho, ¡pero esto no ha de quedar así! Tengo un montón de cosas que arreglar con ese sujeto...
—Hijo —dijo Morgan—, permíteme sugerirte que ya tenemos bastantes dificultades sin necesidad de que imagines otras nuevas. ¡Eso es una tontería! Estás haciendo un lío terrible por nada.
—Sí, ya lo sé, pero me molesta —replicó Warren moviendo la cabeza con fastidio—. La idea de que ese individuo se salga con una cosa así me enloquece. No era bastante que pudiera entrar como Pedro-por-su-casa y robarme, el film, ¡sino que además nosotros mismos debíamos alcanzarle el elefante esmeralda! ¡Querida, tienes que recordar cuál ojo de buey era! Si nos metiéramos en esa cabina aunque tuviéramos que echar la puerta abajo, y le dijéramos al tipo “¡a ver, usted...!”
Morgan bajó la cabeza para refrescarse, y tragó saliva con dificultad, pues tenía la garganta seca. Nunca hasta entonces había podido comprobar la verdadera magnitud de la energía americana.
—Entonces, ¿quieres salir ahora a echar abajo las puertas, no es verdad? Reflexiona un momento, Curt, por favor. Considera lo que has hecho ya con la presión sanguínea de Whistler. ¡Pedazo de...! ¿Por qué no subes y echas abajo la puerta del propio capitán Whistler? Así conseguirás inmediatamente que te ponga chaleco de fuerza y terminas de una buena vez. Dijiste que yo daría las órdenes; pues ahora te daré una: tienes que quedarte completamente tranquilo. ¿Has comprendido?
—¡Se me ocurre una idea!—contribuyó el capitán Valvick mientras se rascaba la corta cabellera rubia—, ¡Canastos! Suponga que la abertura por donde tiró ese elefante fuera del camarote de ese duque inglés, el verdadero propietario del elefante. ¡Poco se sorprenderá mañana de encontrarlo allí! Tal vez crea que el capitán Whistler se volvió loco por algo y bajó por la noche para devolverle el elefante...
—No, eso no puede ser —objetó Warren—. El viejo Sturton tiene un apartamiento en la cubierta B. Pero tenemos que descubrir quién duerme en ese camarote. ¡Piensa, querida! ¡Hay que hacer trabajar el cerebro!
El rostro de Peggy estaba contraído por la intensa concentración. La muchacha gesticulaba mientras trataba de reproducir la escena.
—¡Ya lo tengo! —exclamó—. Sí. Estoy segura. Era la segunda o tercera abertura a contar desde el extremo de la pared donde estábamos. ¡Son todas tan parecidas! ¡Ustedes también podrían recordarlo! Pero debió ser la segunda o la tercera.
—Estás completamente segura, ¿verdad?
—Sí. No podría decir cuál, pero puedo jurar que fue una de esas dos.
—Perfectamente —rugió Valvick asintiendo—. Ahora mismo voy a mirar el número de esas cabinas, y buscaremos arriba en la lista de pasajeros. También tengo otra botella de Old Rob Roy en mi armario. Voy a buscarla y tomaremos un trago. Tengo sed; esperen, en un minuto estaré de vuelta.
Morgan protestó en vano. El capitán insistía en que sólo sería un minuto, y salió en busca de la bebida con el beneplácito de los otros dos.
—... además —continuó Morgan volviéndose hacia éstos cuando Valvick hubo salido—. ¿Para qué demonios vamos a preocuparnos ahora por esa esmeralda? ¿Han pensado en lo que ha ocurrido aquí esta noche? ¿Qué me dicen de la mujer? ¿Qué le pasó a ella?
Warren respondió con un gesto malhumorado.
—Inmediatamente me di cuenta —estalló—. Lo supe en el mismo momento que entramos aquí, pero no veía cómo podíamos decírselo al viejo Popeye. Fuimos burlados; eso es todo. Nos hicieron caer con toda la limpieza que pudiera pedirse... algo más para enloquecerlo a uno. ¡Naturalmente! La muchacha es la cómplice de nuestro hombre, ¿no lo comprendes? Combinaron entre ellos el desmayo simulado, y el llamarme por mi nombre, ¿te das cuenta?... lo que, por lo pronto, no era natural...
—... ¿y no crees que la herida fuera real?
—¡Por supuesto que no era real! Una vez leí un cuento sobre un pillo que sabía hacer unos ruidos raros y caer en estado cataléptico; y mientras el médico estaba revisándolo entraron los de su pandilla a la casa del médico y la desvalijaron. En aquel entonces me pareció un truco infame y estúpido, pero es precisamente lo que han hecho ahora. ¿Y no recuerdas que en uno de tus propios libros, Acónito en el Almirantazgo, ese detective qué-sé-yo- cuántos se introduce en la lujosa guarida del jefe de la banda en Downing Street haciéndoles creer que le han clavado una aguja envenenada?
—El recurso literario es excelente —aceptó Morgan—. Sin embargo, no creo que estemos ante el mismo caso. Admitiendo que el ladrón nos estuviera observando, que supiera dónde estábamos, y todo lo demás, no veo de qué podría servirle. Sabía que entraríamos a la muchacha en una de estas dos cabinas, y eso no le facilitaría la cosa. Fué casual que se metiera el viejo Whistler cuando lo hizo, y que nosotros fuéramos tras él dejando el campo libre al ladrón.
Tampoco Peggy quería escuchar esos argumentos. Warren había sacado un húmedo paquete de cigarrillos, y encendieron con Peggy uno cada uno mientras Morgan cargaba la pipa. La muchacha habló entre cortas bocanadas, como si tratara de librarse del humo.
—Pero a mí me parece que ahora va a ser más fácil. Fué una ocurrencia idiota de parte de ellos, porque ahora conocemos a la muchacha, y en cuanto la veamos, los tenemos. Ella no estaba disfrazada; apenas si tenía un poco de maquillaje... Eso me recuerda que... mi nécessaire. Dámelo, Curt; me parece que tengo que echarle un vistazo... de todas maneras, no podemos dejar de verla. Está aún a bordo.
—¿Estará?—replicó Morgan—. No estoy seguro.
Warren, que estaba a punto de hacer algún comentario impaciente, levantó la vista y se encontró con la expresión del otro. Retiró el cigarrillo de la boca y se quedó mirando a Morgan con extraña fijeza.
—¿Qué está pensando, mi general?
—Sólo que Peggy, en cierto sentido, tiene razón. Si la muchacha fuera cómplice, la cosa sería demasiado fácil. Excesivamente fácil para nosotros. Por otra parte, si la muchacha hubiera venido a prevenirte contra algo... Sé que no la conocías, pero supongamos que viniera para eso... El ladrón va tras ella y cree haber realizado su propósito; pero no es así. Entonces...
El zumbido de las máquinas podía oírse por encima del crujido de las maderas; afuera el viento había cesado; sólo quedaba el profundo tumulto de las aguas sobre las que el “Queen Victoria” se balanceaba ahora dócilmente, como si estuviera extenuado por el temporal. También nuestros amigos descansaban, pero no por eso sentían que sus nervios se calmaban. Peggy se sobresaltó al abrirse la puerta. Era el capitán Valvick que volvía con la lista de pasajeros en una mano y el frasco de Old Rob Roy en la otra.
—¿No les dije que era sólo cuestión de un momento? —anunció—. Fue sencillo encontrar las aberturas, y después los números de los camarotes por el pasillo interior. Una es C51, y la otra es C 46. Me parece... ¡Eh! ¿Pero qué pasa? —preguntó al observar la expresión preocupada de los otros—. ¿Qué ocurre, eh?
—Nada —dijo Morgan—. Por lo menos, nada por el momento. Bien, no pensemos más en el asunto. Ustedes querían saberlo: veamos antes quiénes ocupan esos camarotes, y luego proseguiremos.
Sacudiendo la cabeza, pero sin quitarle la vista de encima, Peggy tomó la lista de pasajeros. Sin intervenir en la conversación desplegó el papel. Después de incorporarse se volvió a sentar en el diván. Mientras hablaba el capitán Valvick, Warren le alcanzó los vasos necesarios y le ayudó a llenarlos. Todos observaban furtivamente a Morgan, quien comenzaba a pensar si no habría estado jugando con fantasmas. Encendió la pipa durante el extraño silencio en que Peggy recorría la lista con el dedo y sólo se oía el monótono ruido de las máquinas del barco.
—... ¿y bien? —inquirió Warren.
—Espera un momento, querido. Esto toma tiempo... Ejem... Gar... Gran... Gulden... Harris... mmmm... Hooper, Isaacs, mmm... ¡no!... Jarvis... Jerone... creo que no lo habré pasado... Jeston... Ka... Keller... Kennedy... ¡hola!—echó una delgada bocanada de humo sobre el cigarrillo y miró con los ojos muy abiertos—, ¿Cuál era?, ¿46? ¡Eso es! ¡Aquí está!: C 46, Kyle, Dr. Oliver Harrison. ¡Se dan cuenta! ¡El doctor Kyle ocupa una de esas cabinas...! Warren dejó escapar un silbido.
—¿Kyle, eh? No está mal. ¡Epa! ¡Un momento!—exclamó el diplomático golpeándose la frente—. ¡Dios mío! ¿No era uno de los sospechosos? Sí. Ahora lo recuerdo. El ladrón está probablemente disfrazado...
Con dificultad, Morgan consiguió hacerlo callar, pues Warren estaba cada vez más impresionado por la lógica general y la poética racionalidad existente en el hecho de que un ladrón utilizara cachiporra adoptando la apariencia de un distinguido médico de Harley Street. Sus conclusiones se basaban en el simple principio de que cuanto más respetable pareciera el individuo, tanto más probable era que se le descubrieran crímenes infames. También citó ejemplos tomados de las obras completas de Henry Morgan, en los cuales los autores de las canalladas habían demostrado ser (respectivamente) un almirante, un cultivador de rosas, un inválido y un archidiácono. Sólo cuando Peggy protestó de que eso sólo ocurría en las novelas de detectives, Morgan se puso de parte de él.
—En eso está usted equivocada, mi querida señorita; es en la vida real donde los ladrones y asesinos adoptan siempre la apariencia de las personas más respetables. Claro que usted los ve siempre del otro lado: entre rejas. Usted ya piensa en ellos como criminales, no en quien asistía regularmente a la iglesia y habitaba en el número 13 de Laburnum Grove. Examine los nombres de los asesinos más famosos de un siglo, y observará que casi todos ellos eran particularmente estimados por el vicario. ¿Constance Kent? ¿El doctor Pritchard? ¿Christina Edmunds? ¿El doctor Lamson? ¿El doctor Crippen...?
—... ¿y casi todos médicos, eh? —preguntó Warren con aire de siniestra suspicacia. Parecía querer señalar la terrible tendencia existente entre los miembros de la profesión médica a consagrarse al exterminio de sus semejantes— ¿Lo ves, Peggy? Hank tiene razón.
—¡No seas tonto!—le dijo Morgan—. Olvídate de esa idea de que el doctor Kyle puede ser un ladrón, ¿quieres? Es una figura conocidísima... ¡Ah!... y abandona también la idea de que alguien pueda estar ocupando su lugar mientras el verdadero doctor Kyle está muerto. Eso podría ocurrir perfectamente con alguna de esas personas que jamás están en contacto con nadie; pero una figura conocida como lo es la de un médico eminente, no sirve... ¡Adelante, Peggy! Díganos quién está en la C 51, así podremos olvidarlo antes y consagrarnos a la verdadera tarea.
La muchacha contrajo el ceño.
—Aquí está. Esto también es muy extraño. C 51 Perrigord, Mr. Leslie y Sra. ¡Oh...!
—¿Qué hay de raro en ellos? ¿Quiénes son?
—¿Recuerdan que les hablé de un esteta enormemente pedante que se encuentra a bordo, y que ha llenado muchas resmas de papel con artículos en que proclama el éxtasis que le provoca el genio del tío Jules; y les dije que esperaba que hubiera función mañana por la noche tanto por él como por los niñitos que quieren ver las peleas?
—¡Ah! ¿Perrigord?
—Sí. Tanto él como ella se desviven por la estética terriblemente, ¿comprenden? Él escribe poesía: de esa que no se entiende... esa de que el alma es como una barrera rota, y otras cosas así. Creo que también es crítico dramático, aunque tampoco es fácil extraer nada de cuanto escribe sobre ese tópico. Por lo menos yo no puedo. Dice que los únicos genios dramáticos son los genios dramáticos franceses, y dice también que el tío Jules tiene el más grande genio clásico después de Moliére. Puede ser que los haya visto dando vueltas por ahí: él es delgado y alto y tiene cabello rubio y lacio. La mujer usa monóculo. —Peggy dejó escapar una risita ahogada. — Dan como doscientas vueltas a la cubierta de paseo sin hablar ni una palabra con nadie, ¿no los han visto?
—¡Humm!—murmuró Morgan recordando la cena de esa noche en el comedor—. ¡Oh! Sí; pero no sabía que usted los conocía. Si ese tipo ha escrito toda esa retahíla sobre su tío...
—¡Oh!, pero no los conozco —rechazó ella abriendo mucho los ojos—. Son ingleses, ¿sabe?; capaces de escribir varios tomos sobre una persona, discutiendo minuciosamente cada una de las cualidades y los defectos que tenga, pero no le dirían a esa misma persona “¿Cómo está usted?” si no hubieran sido debidamente presentados.
Todo el análisis precedente tuvo lugar sin hacer caso del bueno de Valvick, que se impacientaba cada vez más y resoplaba a través del bigote produciendo ruidos extraños.
—Ya he servido el whisky —comenzó—. Sírvase cada cual la soda. ¿Está decidido lo que hay que hacer? ¿Qué han decidido, de todos modos? Alguna vez habrá que ir a dormir...
—Le diré lo que vamos a hacer —dijo Warren con energía—, y ahora mismo podemos bosquejar el plan de batalla. Mañana por la mañana registraremos el barco en busca de esa muchacha que fingió el desmayo. Es el único rastro que tenemos, y vamos a ir tras ella con más empeño que el que pone Whistler en buscar la esmeralda. Es decir... —Se volvió bruscamente. — Vas a decirnos una cosa, Hank. ¿Estabas tratando de asustarnos o hablabas en serio cuando hiciste aquella sugestión?
Evidentemente, el pensamiento no lo había abandonado ni por un momento, aunque no había querido enfrentarse con el problema. Tenía las manos entrelazadas. Hubo un silencio durante el cual Peggy dejó a un lado la lista de pasajeros y levantó la vista.
—¿Qué sugestión es ésa?—preguntó el capitán Valvick.
—Una cosa curiosa —replicó Morgan—, Nosotros no quisimos hacer de nuestra inocente farsa ninguna cosa más grave, ¿no es así? Pero ¿por qué creen ustedes que pusieron en esta cama sábanas nuevas y también, posiblemente, fundas?
—... y bueno, ¿por qué? —respondió con calma Warren.
—Porque después pudo haber habido más sangre que la que nosotros vimos. Ahora, cálmense.
Se produjo un nuevo silencio. De un salto, Warren giró sobre sí mismo; contempló la cama un momento y en seguida se puso a tirar de las cobijas. El camarote crujió débilmente.
—Puedes estar equivocado —exclamó Warren—, y espero que así sea. No creo ni una palabra de todo eso. No quiero creerlo. Una frazada... una almohada... la sábana superior, la sábana inferior... ¿lo ves?, todo está en orden. —Sostenía todas ellas en alto ofreciendo un aspecto extraño en mangas de camisa, con una frazada oscura y varias vueltas de géneros blancos a su alrededor. — ¡Míralo, condenado! Todo está en orden. ¿Para qué quieres asustarnos? ¿Ves? Esa sábana sobre la cama... ¡A ver, un momento!
—Sácala —le dijo Morgan—. Veamos el colchón. Deseo tanto como tú estar equivocado.
Peggy, después de la primera mirada, palideció. Morgan sintió un nudo en la garganta al adelantarse junto a Warren y Valvick. Debajo de la sábana y sobre el colchón habían puesto una frazada, pero las manchas llegaban a empaparla. Cuando la levantaron, las franjas azules y blancas del colchón no podían distinguirse dentro de una mancha considerablemente extendida.
—¿Es...?—preguntó Morgan, mientras aspiraba una larga bocanada de su cigarrillo—. ¿Es...?
—¡Oh! Sí. Es sangre —dijo el capitán Valvick.
Todo quedó tan silencioso que Morgan creía escuchar la campana del barco, no obstante la distancia a que se encontraba. El balanceo era ahora más tranquilo. Había un palpitar profundo bajo la cubierta y una vibración débil como de vidrios rotos en todo el barco. Morgan se representó también a la pálida muchacha de facciones clásicas, yaciendo inconsciente bajo la débil luz que alumbraba la cama, mientras la puerta se abría y alguien entraba...
—Pero ¿dónde está ella? ¿Qué le ha pasado?—preguntó Warren en voz baja—. Además... —agregó con melancólico acento polemizador—... no le pueden haber hecho eso con una cachiporra.
—Y ¿por qué lo hicieron?—reclamó Peggy tratando de dominar la voz—. ¡Oh! ¡Es absurdo! ¡No lo creo! Ustedes quieren asustarme. Y... y de todas maneras, ¿de dónde sacaría él la ropa de cama? ¿Dónde está ella? Y ¿por qué? ¡Oh! Ustedes quieren atemorizarme, ¿verdad que si?
—Tranquilízate, querida —le dijo Warren tomándola de la mano y sin quitar la mirada de la cama—. No sé para qué lo hizo ni qué esperaba ganar volviendo a tender la cama; pero lo mejor será volver a taparla.
Colocando cuidadosamente la pipa en un extremo del lavabo, Morgan trató de vencer la repugnancia y se volvió para examinar la cama. Las manchas estaban húmedas todavía. Él las evitó cuanto pudo. Estaba tan confundido por esa curiosa lucidez, ese estado de ánimo en que suelen encontrarnos las primeras horas del día cuando hemos estado bebiendo, que casi no se sorprendió al oír que algo caía entre el colchón y el tabique. Tomó una punta de la sábana. Envolviéndola alrededor de sus dedos, se agachó para buscar a tientas.
—Es mejor que usted no mire, querida señorita —dijo después de una pausa—. Esto no es nada agradable.
Ocultando el hallazgo con el cuerpo de manera que sólo el capitán Valvick pudiera verlo, lo levantó envuelto en la sábana y lo sostuvo en la palma de la mano. Era una navaja. Era una navaja antigua de forma extraña, cerrada; pero había sido utilizada recientemente. Algo más grande que las corrientes, era una pieza delicada y muy trabajada, y el mango estaba concebido tan originalmente que Morgan limpió la sangre para examinarlo. Era de una madera que parecía ébano. De un lado tenía un dibujo incrustado en plata y porcelana blanca. Al principio, Morgan lo tomó por un intrincado monograma, pero al limpiarlo apareció la figura de un hombre. La figura tendría unos siete centímetros de alto; debajo de ella podía leerse en letras muy pequeñas la palabra “Domingo”.
—Yo conozco eso —exclamó el capitán Valvick contemplándola—. Es una de un juego de siete. Una para cada día de la semana. He visto antes algunas así; pero ¿qué es eso que parece un hombre?
La delgada figura de plata en blanco y negro lucía una extraña indumentaria medieval que Morgan asoció vagamente a algún grabado de Doré. ¡Médico! ¡Un médico o un barbero! Eso era. Había una navaja en la mano de la figura. Pero lo más grotesco y desagradable de todo era que la cabeza semejaba una calavera, al mismo tiempo que un vendaje le cubría los ojos: de modo que el barbero era...
—Ciego —exclamó Warren mirando sobre el hombro de Morgan—. ¡Saca eso de ahí, Hank! ¡Saca eso de mi vista! Ciego... muerte y barbero... fin de la semana. Alguien ha usado eso y lo ha dejado o lo ha perdido aquí. ¡Guárdalo! ¡Tomemos una copa!
Morgan contemplaba el dibujo esmerado y perverso. Miró hacia la puerta y luego hacia el tabique existente detrás de la cama, hacia las cobijas caídas y a la oscura frazada manchada de sangre. Quiso imaginar otra vez a la muchacha vestida de amarillo desvanecida bajo la pálida luz que irradiaba la lamparilla, al abrirse la puerta. ¿Quién era la muchacha? ¿Dónde estaba ahora? ¿Envuelta en las ensangrentadas sábanas que fueran suyas? El fondo del mar quedaba a cinco millas de distancia. Ya no volverían a encontrar su cuerpo. Morgan se volvió.
—Sí —dijo—. El barbero ciego estuvo aquí esta noche.
IX MÁS DUDAS POR LA MAÑANA
Cuando las manecillas del reloj situado en la cabecera de la cama de Morgan señalaban las ocho y media, éste fue despertado de su pesado sueño por una desagradable y desentonada voz de barítono que cantaba a voz en cuello “¡Oh! Vivir sobre las olas del mar” y que pobló de pesadillas su sopor matinal. Cuando abrió los ojos, el estimulante rezongo de la campanilla del desayuno, que pasaba frente a su puerta, le recordó dónde se encontraba.
La mañana también era estimulante. La luz del sol llegaba a su camarote, situado sobre la cubierta; y una cálida brisa salada agitaba la cortina del ojo de buey abierto. Mayo volvía a ser embriagador. Los reflejos del agua se colaban por la abertura mientras las hélices molían ininterrumpidamente las aguas del dócil mar.
Suspiró profundamente experimentando un considerable desahogo y un incontenible deseo de comer huevos con tocino. Entonces alguien le tiró un zapato, y Morgan advirtió que Warren estaba allí. Warren se le sentó delante, bajo el ojo de buey, fumando un cigarrillo. Vestía pantalones de franela, un descuidado saco azul y una corbata sport. No se notaban en él las penurias de la noche precedente, ni la más leve depresión de espíritu. Su cabello volvía a estar cuidadosamente peinado sin fijador.
—¿Cómo está, mi general? —dijo—. ¿No te despiertas? Mira qué mañana magnífica. Hasta ese cargoso capitán tuyo va a estar de mejor humor hoy. Todos los que estaban mareados han empezado a salir de sus agujeros y dicen que fue sólo por algo que comieron. ¡Qué caso! ¿Eh?
Aspirando profundamente, se golpeó el pecho con los puños y sonrió con seráfico buen humor.
—Prepárate para el desayuno y ven abajo. Esta mañana es importante en la vida de varias personas. El capitán Whistler inclusive.
—Bueno —respondió Morgan— busca algo para entretenerte mientras me baño y me visto... supongo que en el barco correrán mil versiones sobre lo ocurrido anoche, ¿no? Ahora recuerdo que gritamos bastante en la cubierta.
El otro sonrió.
—Así es. No sé cómo ocurre, pero a bordo de estos barcos parece haber una telegrafía sin hilos que recoge hasta el más mínimo rumor. Pero he oído sólo dos versiones, por el momento. Cuando salí esta mañana, oí a la vieja del 310 armándole un infierno a la camarera. Estaba furiosa. Decía que seis borrachos habían pasado toda la noche frente a su camarote, discutiendo terriblemente respecto a una jirafa, y que se iba a quejar al capitán. También encontré a dos clérigos que habían salido a dar el paseo cotidiano. Uno de ellos le refería al otro una historia sumamente complicada. No pude escuchar mucho. Era algo sobre un cargamento de cajones llenos de peligrosos animales salvajes que el barco llevaba en la bodega, y cuya existencia no se había divulgado para no alarmar a los pasajeros. Con la tormenta de anoche, se rompieron unos cajones y se corría peligro de que un tigre de Bengala escapara, pero un marinero llamado Pelman pudo volverlo a su lugar. El predicador decía que el marinero Pelman estaba armado sólo con una botella de whisky. Decía también que el marinero debía ser muy valiente, no obstante usar un lenguaje deplorable. ..
—¡Vamos! —protestó Morgan, incrédulo.
—Puedes creerme. Es rigurosamente exacto —declaró Warren con ardor—; lo verás por ti mismo. —El rostro ensombreció luego. — Oye, Hank ¿has pensado más sobre el otro problema?
—¿El film?
—¡Al diablo con el film! Es seguro que tarde o temprano lo encontraremos. No. Me refiero al “otro” problema; tú sabes... me inquieta. Si no fuera por eso... por eso y por el hecho de que cuando encuentre al sarnoso y piojoso zorrino que...
—Olvídalo —le aconsejó Morgan.
El camarero llamó a la puerta para avisarle, como de costumbre, que el baño estaba listo. Morgan se puso una bata y salió al ventilado pasillo. Al pasar frente a la puerta exterior la entreabrió para sacar la cabeza y respirar a pleno pulmón el esplendor de la mañana. El aire cálido y el sol lo reconfortaron. El gris verdoso del mar, salpicado de destellos de blanca espuma se estremecía bajo la magnificencia del sol y se cubría de vapores. Miró a lo lejos el lento subir y bajar de las olas; miró los camarotes, la roja boca de los ventiladores, y los bronces de los ojos de buey saturados de la mañana; oyó el monótono golpear de las olas en la proa y tuvo una sensación de alegría interior. Recordó con cierto afecto al capitán Whistler, quien probablemente se estaría aplicando un bistec sobre el ojo, mientras suspiraba por no poder bajar a desayunar. ¡Buen viejo ese Whistler! Hasta se le ocurrió la peregrina idea de que podían ir a ver a Whistler para decirle de hombre a hombre: “Vea, capitán, es vergonzoso que hayamos salido anoche a golpearlo en el ojo y a diseminar botellas de whisky por la cubierta, pero lo lamentamos. Olvidémoslo y seamos amigos.” Pero una reflexión más serena le reveló que todas las cualidades de la mañana eran impotentes para obrar el milagro de hacerles perdonar aquello. Entretanto, como en un sueño, husmeaba el aire matutino. Con jubilosa satisfacción recordó a Inglaterra y a su mujer Madeleine, con quien se encontraría en Southampton. Pensó en las vacaciones que pasaría en París con el dinero que había logrado obtener de los hipnotizados y enceguecidos editores americanos; en el blanco petit-hotel próximo a la “Ecole Militaire”, en cuya enarenada fuente había anguilas, y en muchas otras cosas que no interesan a esta crónica.
Luego de bañarse y afeitarse volvió a ver el lado desagradable del problema. Aún sentía el horrible estremecimiento que le produjo el hallazgo de la grotesca navaja en la cama, y la sangre en sus dedos, que probaba el paso del Barbero Ciego. Habían tratado de resolver qué era lo mejor que podía hacerse, en una conferencia que se prolongó hasta las cuatro de la mañana.
Como de costumbre, Warren y Valvick optaban por la acción directa. El primero pensaba que lo mejor era buscar a Whistler, llevarle la navaja y decirle: “Ahora, usted, viejo tal-y-tal, si cree que estoy loco, ¿qué piensa de esto?” Morgan y Peggy estuvieron en desacuerdo. Arguyeron que era una cuestión de psicología y que había que considerar la mentalidad del capitán. En la momentánea excitación de éste, lo mismo sería que Warren fuera a decirle que al volver al camarote había encontrado un par de búfalos pastoreando por los muebles. Era mejor esperar. Por la mañana al hacer la búsqueda de la mujer que faltaba, ordenada por Whistler, se descubriría que faltaba una pasajera. Entonces podrían ir a verlo y justificarse. Por último, así lo convinieron.
Con la navaja en poder de Morgan, y después de rehacer la cama para no despertar las sospechas de algún camarero curioso, Morgan volvió a discutir el tema con Warren mientras se vestía. Por el momento Morgan omitió deliberadamente analizar los “cómo” y “por qué” del presunto asesinato de la noche anterior. Había cosas más importantes. Pronto el vapor entero se alborotaría con la novedad del elefante esmeralda recuperado. Luego, al librar de ese peso a la microscópica inteligencia del capitán, podría esperar que creyera en un degüello. Después vendría el verdadero duelo con el Barbero Ciego.
—Lo que quisiera saber —dijo Warren cuando descendían al comedor—, es si habrán sido los Perrigord quienes encontraron la esmeralda o el doctor Kyle. Todavía tengo mis sospechas...
—¿...de la profesión médica?—preguntó Morgan—. ¡Tonterías! pero confieso que me gustaría que el doctor Kyle perdiera la calma. ¡Por Jehová! tienes razón: el barco está despertando. La lista de mareados será mínima esta tarde. Ahí los tienes a todos. Si el viejo Jules Fortinbras ha recuperado su pie marino...
El comedor rebosaba de sol y de rumores, y también de ávidos repiqueteos de cuchillos y tenedores. Los camareros se lucían haciendo malabarismos con las bandejas. Había más gente para tomar el desayuno a esa intempestiva hora de las ocho y media, que la que había habido la noche anterior a la hora de la cena. Pero en la mesa del capitán sólo se veía una silueta solitaria: la del doctor Kyle, manejando con destreza el cuchillo y el tenedor. El doctor Kyle era un comensal a la manera de los potentados de Sir
Walter Scott, capaz de comer un plato de huevos fritos con una rapidez que provocaría la envidiosa aprobación de Nicol Jarvie o de aquel extranjero: Athelstane.
—Buenos días —exclamó el doctor Kyle con inesperada cordialidad volviendo los hombros al levantar la vista—. Muy lindo día. Muy lindo. Buenos días, Mr. Warren; buenos días, Mr. Morgan; tomen asiento.
Ambos se miraron, tratando de disimular. El doctor Kyle era siempre muy atento, pero hasta ahora nunca había hecho nada por interesarse o por ser comunicativo. Producía la impresión de preocuparse únicamente de cultivar su propia compañía. Con silueta sólida, sus cabellos grises cuidadosamente peinados y los profundos surcos que atravesaban las mejillas, se había consagrado siempre a la comida, con la devoción propia de una operación quirúrgica. Ahora tenía una apariencia casi campechana; vestía un traje de tweed y una corbata a rayas, y sus cejas parecían mucho menos mefistofélicas al saludar a nuestros amigos con un amplio gesto. Morgan pensó que tal vez el cambio se debiera al tiempo.
—¿Eh?... ¡Ah! Sí; buenos días —contestó Warren mientras se deslizaba en la silla—. ¡Qué lindo día! ¿Durmió bien?
—¡Oh, como un trompo! —respondió el médico asintiendo, pero luego, recordando su manera de pensar, rectificó cuidadosamente—. No obstante, en presencia del aporte experimental mío, personal, no creo que sea ésa la palabra indicada para calificar la conducta del trompo. Siempre sobre la base de mi experiencia personal (de niño), creo que, en favor de la calificación precisa, deberíamos decir que los trompos manifiestan una marcada predisposición a la vida sedentaria. De todos modos, podría ser también así. ¡Camarero! Tráigame más huevos con tocino.
El doctor Kyle los miró con indulgencia (a ellos y a la extensión verde de mar que se distinguía por las ventanas).
—Me refiero —prosiguió diciendo Warren— ¿a qué si todo estaba en orden cuando usted despertó?
—Todas las cosas —disertó el doctor Kyle— estaban perfectamente. Hizo una pausa frunciendo el ceño, pensativo. Seguramente alude usted a esos disturbios ocurridos durante la noche. ¿Eh?
—¿Disturbios?—exclamó Morgan—. ¿Qué clase de disturbios? El otro le dirigió una mirada suspicaz que tuvo la virtud de confundirlo.
—Comprendo... comprendo. Ustedes no oyeron nada ¿eh? Pues a mí no llegó a perturbarme, Mr. Morgan, y cuanto escuché fue la corrida de unos borrachos por la cubierta. Pero esta mañana recibí una versión, por una persona de mi conocimiento, de cuyo relato puedo dar fe, ustedes comprenden...
—¿Qué ocurrió?
—Violación —respondió el doctor lacónicamente; y cerrando un ojo reprodujo su intento de ser campechano.
—¿Violación? —gruñó Morgan. Hay ciertas palabras que tienen un misterioso poder telepático. A pesar del bullicio del comedor que apagaba su voz, varias cabezas se volvieron en su dirección—. ¿Violación? pero ¡Dios mío! ¿qué fue violado? ¿Qué pasó?
—No puedo decirlo —replicó el doctor Kyle dejando escapar una risita— pero mi informante oyó con claridad el grito de la muchacha cuando fue ofendida. Mi informante me refirió que el pícaro depravado se acercó a la muchacha hablándole de sus cacerías de fieras en África. Bien. Me dijo después que le ofreció un broche de esmeraldas que valía muchísimo dinero, y que al fracasar en su intento, ese ruin sujeto la había golpeado en la cabeza con una botella de whisky.
—¡Por el alma de Julio César!—exclamó Warren volviendo los ojos a sus órbitas—. ¿Usted... usted no conoce los nombres de los implicados en el asunto?
—Mi informante no hace de ello secreto alguno —contestó el doctor Kyle filosóficamente—. Ella dice que el miserable seductor era el capitán Whistler o lord Sturton.
—...y todo el barco conocerá seguramente el relato de esa mujer, ¿verdad?
—Probablemente... —repuso el doctor Kyle aún con filosofía—...probablemente. El doctor Kyle continuó hablando amablemente mientras los otros atacaban el desayuno. Morgan se preguntaba qué versión del episodio circularía por el barco a mediodía. Evidentemente, el doctor Kyle no había encontrado ninguna esmeralda. Sólo quedaban allí el señor Perrigord con su cara de piedra y su esposa con el eterno monóculo. ¿Y bien? El minúsculo periódico editado a bordo estaba junto a su plato, y él leía la gacetilla, entre uno y otro sorbo de café. Sus ojos se deslizaban en lo que parecía ser un artículo o ensayo de la página posterior, se detenía y volvía a empezar. El artículo estaba encabezado: RENAISSANCE DU THEATRE, y debajo se leía por el Sr. Leslie Perrigord, reproducido con autorización del autor, del Sunday Times del 25 de Octubre de 1932.
“Estremecedoras notas de celestiales arpas —el comienzo era sin duda arrollador— arrastran malgré lui al crítico experto, aguas arriba desde su fauteuil, mientras sutiles nuances danzan y se deslizan recordándonos a Bernhardt. Habéis de preguntaros. “¿Es que el viejo Perrigord no está en sus cabales este domingo?”; pero ¿qué otra cosa puede decirse del espectáculo ofrecido por monsieur Jules Fortinbras para ver al cual he viajado hasta Soho? Tal como Balzac dijo una vez a Víctor Hugo: Je suis etonné, sale chameau, je suis bouleversé. (Moliére lo hubiera dicho mejor). Un espectáculo emocionante, cabría decir, si ello pudiera significar un consuelo para el pobre público británico, pero ¿a qué hablar de esto ahora? Comparable al sublime esplendor y la belleza de las imágenes contenidas en los sutiles versos de Carlomagno y Rolando, no cabe mencionar sino al soberbio soliloquio del quinto acto de la tragedia de Corneille: La Barbe, que dice Amourette Pernod, y comienza: Mon âme est un fromage que siffle dans le foréts mystérieuses de la nuit... y ¿qué decir del talento? A la altura de algunas de las joyas de Moliére, recordemos: Pour moi, j'aime bien les saucissons, parce qu'ils ne parlent pas français…
—¿Qué significa todo esto?—preguntó Warren, quien también estaba leyendo el artículo y dejaba escapar extraños silbidos, lo mismo que haría seguramente el alma de Amourette Pernod—. ¿Has visto ese ataque de disentería de la última página? ¿Es ése nuestro Perrigord?
—Careces de sentido cultural —replicó Morgan—. Como dijo Ximena a Tartufo: “¡Qué asco!” Bueno, viejo, tienes que adquirir sentido cultural. Lee el artículo cuidadosamente; si hay algo allí que no comprendas, pregúntamelo, pues... —se contuvo. El doctor Kyle había terminado su segundo plato de huevos con tocino, y abandonaba la mesa de muy buen humor. Al dejarlos les deseó buenos días y les anunció que tenía intenciones de jugar al deck tennis. No obstante el aplomo del doctor al abandonar la mesa, Morgan creyó leer en el semblante de Warren nuevas sospechas que lo ensombrecían.
—¡Escucha!—susurró Warren en voz muy baja, esgrimiendo peligrosamente el tenedor—. Dice que no encontró ninguna esmeralda al despertar esta mañana...
—¡Olvídate del doctor Kyle!—replicó Morgan exasperado— ¡Está perfectamente claro! La esmeralda no estaba en su camarote. Eso es todo. Escucha.
Una ingrata posibilidad acababa de ocurrírsele. El doctor Kyle no había encontrado la esmeralda: muy bien, pero ¿… y si los Perrigord no la hubieran encontrado, tampoco? La suposición era absurda y sin embargo no podía descartarla. Dando por sentado que ambas partes eran enteramente honestas, ¿qué demonios podía haber ocurrido con la esmeralda? No podían haber dejado de verla. Él mismo había oído el ruido de la caja, al caer. Volviendo a suponer que ambos fueran honestos, habría que pensar que Peggy se había equivocado de camarote. En el rostro primoroso de la muchacha había, sin duda, seguridad. Alternativamente, podía pensarse que El Barbero Ciego dominaba todas las tretas. Tenían amplias pruebas de que no andaba muy lejos durante el terrible episodio de la cubierta C. Muy bien podía haber visto cuanto ocurría. Habría sido sencillo buscar la esmeralda más tarde, entrada la noche...
Morgan pensó fastidiado que estaba volando en alas de teorías lo mismo que Warren. Éste, aprovechando el silencio del otro, continuaba hablando con vehemencia; y cuanto más hablaba, más se convencía, de modo que el carácter del doctor Kyle asumía los más negros y siniestros matices.
—¡Tonterías! —respondía Morgan a aquellas elucubraciones, y acto seguido se decía que también era tontería desatenderlas. Era seguro que los Perrigord habrían encontrado la esmeralda; pero se indignaba consigo mismo por no haber pensado antes en que El Barbero Ciego podía haberlos observado. Si, después de todo, esos estetas no hubieran encontrado la joya...
—Lo que hay que hacer —exclamó interrumpiendo el apasionado discurso del otro— es lo siguiente: tenemos que hacerle algunas preguntas a Kyle, con mucho tacto, para saber si tiene el sueño pesado, si deja la puerta abierta por la noche...
—Ahora eres tú quien dice tonterías —replicó Warren—. ¿Tenderle un lazo? ¡Mira lo que dices! No creo que él sea necesariamente... El Barbero. Lo que sí sostengo es que si a uno le ponen en las manos una esmeralda que vale cincuenta mil libras... pensará que lo más prudente es... ¿Notaste la expresión que tenía? ¿Oíste la disparatada historia que nos contó, sabiendo que la cosa es tan comprometedora, que nadie será acusado...?
—Lee el artículo del periódico —ordenó el otro inexorablemente señalándolo con el dedo—. Es necesario que conozcamos a los Perrigord, aunque sea un asunto ajeno a la cuestión. Es preciso que sepas hablar inteligentemente de nuances. ¿Dónde está tu educación? Estás en el servicio consular, o diplomático, o lo que sea. ¿No es indispensable saber francés para entrar allí?
Había esperado distraer a Warren con esa salida. Así ocurrió. El joven diplomático se sintió afectado.
—¡Claro que sé francés!—contestó con fría dignidad—. Para que sepas, tuve que dar el examen más severo que puedas imaginar. Sí. Estoy seguro de que tú no podrías aprobarlo. Sólo que de francés comercial únicamente. ¡Pregúntame lo que quieras de francés comercial! ¡Vamos! ¡Pregunta! ¡Pregúntame cómo se dice: “Estimados señores: su atenta del 18 ppdo. obra en nuestro poder y remitimos en sobre aparte: conocimientos de embarque, facturas consulares, permisos de cambio por la suma de dieciséis dólares (o libras, o francos, o marcos, o liras, o rublos, o kopecks, o coronas...) con cuarenta y cinco centavos (o céntimos, o chelines, o pfennigs...)
—Bueno, ¿y qué más?
—Todo lo demás de francés que conozco se reduce a unas ridiculeces que recuerdo haber aprendido en el colegio secundario. Sé cómo pedir un sombrero para mi medida. Sé cómo preguntar el camino si me asaltara un incontenible deseo de visitar el Jardín Botánico; pero nunca tuve el más mínimo interés por visitar el Jardín Botánico, y créeme que si entro en alguna sombrerería de París, ni el pelmazo más grande del mundo conseguirá venderme un sombrero que se me hunda hasta las orejas. Además, no teniendo una hermana cuyos prejuicios pastoriles puedan trabar mi estilo de conversación...
—¡Hola!—exclamó Morgan sin prestar atención a las palabras de su amigo—. Ya comienza. Buen trabajo. Ella lo había previsto.
Por la amplia escalinata lustrada llegaban al salón las esbeltas y majestuosas siluetas del señor Leslie Perrigord y su esposa, de punta en blanco; y entre ellos, conversando animadamente, marchaba Peggy Glenn.
Peggy venía pocos centímetros detrás de la señora Perrigord. Evidentemente, a modo de pincelada intelectualoide, Peggy se había puesto los anteojos de armadura de oro y una considerable cantidad de colorete. El vestido le pareció a Morgan un modelo extraordinario. Hablaba con animación a la señora Perrigord, quien aparentemente respondía nuances con levantamientos de cejas y de monóculo y silenciosos movimientos espectrales de los labios. Morgan esperaba que al pie de la escalera Peggy abandonara al matrimonio y viniera hacia ellos, pero la muchacha no hizo nada por el estilo. A él mismo, apenas si le dirigió una señal imperceptible (no habría sido capaz de asegurarlo), y luego siguió con los Perrigord hacia la mesa de éstos.
Warren masculló algo, sorprendido. Luego observaron algo más: a pocos pasos detrás de los primeros, el capitán Valvick, con el cabello rubio cuidadosamente cepillado, y el curtido semblante cubierto nuevamente de arrugas bajaba la escalera mientras escuchaba con interés un relato. El relato le era referido, en realidad, por el señor Charles Woodcock. Éste, que se designaba a sí mismo como “El Chico del Chinchicida”, parecía emocionado. Siempre que estaba emocionado, su delgada figura parecía retorcerse y saltar. Era una ilusión óptica, pues él mantenía la mirada fija en los ojos de uno mientras dejaba escapar un rápido torrente de palabras en tono confidencial.
—¿Qué se propone Valvick?—preguntó Warren—. Todos nuestros aliados están trabajando menos nosotros. ¿Has visto que nuestro cabeza-cuadrada se ha hecho cargo de Woodcock, pues ambos son poderosos tejedores de infundios y se apagan recíprocamente como un par de incendios de bosques enfrentados? Fíjate qué tranquilo se queda y dime qué crees que estará tramando.
Morgan no lo sabía. Supuso que escucharía la versión Woodcock de lo ocurrido la noche anterior. Si un presbiteriano tan conservador como el doctor Oliver Harrison Kyle había sugerido violación, se estremecía al pensar en la calidad de los sucesos que se presentarían a la imaginación versátil del “Chico del Chinchicida”. El comedor se llenaba paulatinamente y vibraba la jubilosa charla, como de prisioneros liberados, pero pudieron distinguir claramente las palabras de Woodcock cuando dijo:
—¡Muy bien, compadre, no olvide decírselo a sus amigos! —Después palmeó la espalda del capitán Valvick y se marchó hacia su mesa.
Con expresión intrigada, Valvick se acercó a la mesa de sus amigos. Les dió alegremente los buenos días, se deslizó en la silla y murmuró la palabra: “Sirena”.
Morgan parpadeó.
—¡No; por favor, no siga! ¡Es demasiado! ¡Que me digan que el capitán Whistler anoche ha estado cazando una sirena en la cubierta C, y me volveré completamente loco! ¡No lo diga! No podría soportarlo.
—¿Eh? —preguntó Valvick mirándolo—. ¿Qué es eso? No he oído a nadie que dijera tales cosas, aunque una vez tuve un cocinero que pretendía haber visto una. Es una invención del señor Woodcock lo que voy a contarles, pero tengo que escucharlo mucho porque sabe una barbaridad de nuestro ladrón...— Valvick tomó asiento. — Escuchen. Traigo las alforjas llenas de noticias. Se las contaré todas, pero antes la más importante: El capitán Whistler quiere que subamos a su camarote después del desayuno, y... ¡Canastos! él cree que sabe quién es el criminal.
X DRAMATIS PERSONAE
Cuando el capitán hubo pedido su porridge al camarero, y éste se marchó, fue un Warren mucho más nervioso el que dejó la taza de café.
—¿Sabe quién es el criminal? —preguntó—. ¿No se le habrá ocurrido alguna ridiculez...? Respecto a nosotros, quiero decir.
Sonriendo, Valvick hizo un aparatoso ademán.
—¡No! ¡De ninguna manera! No es eso; no sé bien lo que es, pero mandó a Chispas a mi camarote para decirme que todos subiéramos a verlo después del desayuno. Chispas me dijo que el capitán había recibido un telegrama, pero no quiso enterarme de su contenido.
—No comprendo... —comenzó Morgan.
—Así quedamos. Después le dije a Chispas (es el operador radiotelegrafista): “Oye, Chispas, ¿estabas de servicio ayer por la tarde? ¿eh?”, y él me contestó: “Sí”, entonces yo le dije: “¿No te acuerdas cuando el viejo recibió aquel primer mensaje sobre el ladrón y estuvo discutiendo contigo? ¿Había alguna otra persona con ustedes en ese momento?” Cuando dijo que sí, describí a la muchacha que encontramos en el pasillo y le pregunté: “¿Estaba ella allí, Chispas?” (todos los Chispas son terriblemente atentos con las damas, y yo sabía que la recordaría si hubiera estado) . También, si la muchacha hubiera recibido algún mensaje, Chispas sabría decirme su nombre.
—¡Perfecto!—exclamó Warren—. ¡Magnífico! ¿Quién era?
—¡Ah! ¡Ésa es la cuestión! La recuerda pero no lo sabe. Había varias personas, y también un primo de Chispas, que viaja como pasajero. Cuando ella llegó y vió que había mucha gente esperando, él cree que la joven no quiso esperar y se volvió. Dice que ella tenía las manos llenas de papeles. ¡No importa! Descubriremos quién es cuando sepamos quién falta. Ahora viene lo que quiero contarles...
El porridge había llegado. El capitán Valvick le vació la jarra de crema encima, inclinó los anchos hombros, ajustó los codos como si fueran alas, y dijo mientras atacaba su desayuno:
—¡Bien! Nos pusimos a conversar y yo le di un trago de Old Rob Roy; entonces él dijo: “Caracoles, capitán, pero mi primo Alick podía haber usado un poco de este whisky, anoche”. Entonces me refirió que su primo Alick había tenido un terrible dolor de muelas, y el médico le había dado algo para que se pusiera, pero no le hizo nada. Entonces yo le dije: “¿Ah, sí? Hubiera recurrido a mí, que conozco algo que lo hubiera curado en un momento: está compuesto. ..”
—No quiero interrumpirlo, pero ¿está seguro de que eso es estrictamente indispensable? —preguntó Morgan mientras atendía alguna señal de Peggy desde la mesa de los Perrigord.
—Estoy seguro —replicó el otro resoplando emocionado—. Escuchen; él me dijo: “Entonces yo quisiera que usted fuera a verlo. Está aquí no más, en el C 47.”
—¿Cómo dijo? —exclamó Morgan adelantando la cabeza— ¿C 47? ¡Bien!
—... entonces fuimos al C 47, que está justamente enfrente del camarote del doctor Kyle, y encontramos al primo que caminaba en círculos con la bolsa de agua caliente, y que a cada rato se golpeaba la cabeza contra el tabique y decía: “¡Dios mío! ¡Quiero morir!” ¡Me dió lástima el pobre infeliz! Entonces le escribí lo que debía pedirle al doctor y mandé a Chispas a buscarlo. A los cinco minutos el dolor había desaparecido, y el pobre infeliz no quería creerlo. Tenía lágrimas en los ojos cuando me agradeció lo que yo había hecho. Olvidé decirles que es boxeador profesional; lo llaman el Terror de Bermondsey. Me preguntó qué podía hacer por mí; le dije que nada, y le di un trago de Old Rob Roy, pero se me ocurrió una idea...
El rollizo índice del capitán apuntó a la mesa.
—... y es ésta. Por la noche estuve meditando; y de pronto di un salto y pensé: “¡Caracoles! Tal vez el doctor y los otros sean gente honrada, pero supongamos que ese bandido se hubiera metido en el camarote donde Peggy arrojó la esmeralda...”
Morgan asintió. El viejo lobo de mar no era tonto. Cierto es que los engranajes de su mente tardaban bastante en ponerse en movimiento, pero al fin funcionaban. La nueva idea, al aportar nuevos elementos a la preocupación de Warren, determinó que el silencio volviera a reinar en la mesa.
—¡No quiere decir usted...! —Warren tragó laboriosamente lo que estaba comiendo. — ¿Usted no cree...?
—¡Oh! No. Pero pensé que lo mejor era preguntarle al Terror de Bermondsey: “¡Oiga! Usted que estuvo despierto toda la noche por el dolor de muelas, ¿no oyó el barullo de la cubierta?” Él me dijo: “Sí, creo que escuché a una mujer que decía: ¡Dale otro! pero me sentía muy mal para ir a ver lo que pasaba”, además, dijo “tenía la ventana cerrada por el frío y no podía escuchar mucho, pero como la cabina es muy encerrada tenía la puerta abierta con el gancho” ¡Así son esos bebedores de jugo de limón! ¡Todos muy flojos para el frío!
—¿Y el Terror de Bermondsey estuvo despierto toda la noche y pudo ver la puerta del doctor Kyle? —preguntó Morgan.
—Así es —respondió el capitán—. Y jura que nadie entró allí en toda la noche. Entonces se me ocurrió algo... —exhaló un sibilante suspiro.
Observando que Warren se aprestaba a deducir de todo esto mayores pruebas de la culpabilidad del doctor Kyle, Morgan dijo precipitadamente:
—Usted ha realizado una tarea muy importante, ya antes del desayuno, capitán. ¿Hay algo más? ¿A qué se refería cuando dijo que Woodcock sabía algo?
—¡Oh! Sí, sí. Casi lo había olvidado. —El capitán sorbió violentamente una cucharada. — Pero no sé qué puedo deducir de ello. ¡Ese Woodcock sí que es un rico tipo! Cada vez que habla del asunto trata de emplear unas argucias que me dejan sin entender nada de lo que quiere decir. Dice que es una proposición comercial... que quiere hablar con el señor Warren, y que hay mucho que hacer si el señor Warren quiere hablar llanamente. Ante todo, él sabe qué sucedió anoche.
—¡Seguramente que lo sabrá!—respondió amargamente Warren—. ¿Cuál es su versión?
—¡No, no, no! Aquí viene lo bueno. Creo que lo sabe casi todo; excepto, naturalmente, lo de la muchacha.
Warren se apoyó en el borde de la mesa.
—¡No me dirá que sabe lo del tío Warpus y ese film! ¿Verdad?
—Bueno, puedo decirle que sabe algo acerca de una película. Es un hombre inteligente. No sé cuánto sabe, pero dejó traslucir que sabe bastante del ladrón. —Valvick se atusó el bigote y frunció el ceño. — Es mejor que hable con él. El asunto es así: él ha inventado algo: es un pulverizador de polvo insecticida con una luz eléctrica.
—¿Un pulverizador de insecticida con luz eléctrica? —repitió Morgan, extrañado. Descartaba la idea de que esto fuera una metáfora náutica—. ¿Qué quiere decir eso de pulverizador de polvo insecticida con luz eléctrica? El esfuerzo anula cada vez más mis facultades intelectuales. Yo me vuelvo loco. ¿No cree, que ya tenemos bastantes preocupaciones para que venga a traernos esas fantasías de pulverizadores con luz eléctrica?
—¡No estoy fantaseando!—respondió el capitán con energía—. Eso es lo que me dijo. No sé cómo funciona, pero es algo que se usa para matar insectos en la oscuridad. Dice que revolucionará la técnica; va a llamarlo “Sirena”. Dice que puede emplearse lo mismo para chinches que para cucarachas, orugas, hormigas coloradas, tábanos...
—No dudo de que sea capaz de matar una cucaracha a cincuenta metros —replicó Morgan—, pero volvamos al tema. ¿Qué tiene que ver eso con nuestro asunto? Hay cosas más urgentes. El doctor Kyle no encontró esta mañana la esmeralda en su camarote. Gracias al Terror de Bermondsey sabemos que el Barbero Ciego no entró allí a robarla. Ahora quedan los Perrigord. Son nuestra última esperanza. ¡Naturalmente que los Perrigord tienen que haberla encontrado! Por eso Peggy permanece tanto tiempo con ellos.
Warren lo tocó en el brazo.
—Ahora nos hace señas —le dijo en voz baja—. No te vuelvas muy ostensiblemente, pero mira. No, espera. No hay en ello ningún secreto; quiere que vayamos a su mesa.
—¿Ah? ¿Los otros tienen la esmeralda?—preguntó Valvick mirando sobre el hombro— ...entonces todo está perfectamente. Les aseguro que estaba preocupado.
—¡Dios lo quiera!—exclamó fervorosamente Morgan—, pero Peggy no parece muy contenta. ¡Termine su desayuno y venga luego a reunirse con nosotros! Vamos, Curt, ¿no terminaste de leer ese artículo?
—¡Claro que sí!—replicó Warren hablando por el costado de la boca mientras cruzaban la pista de baile hacia la otra mesa—...y no voy a hacer mal papel por culpa de mi educación, tampoco; puedes estar seguro. Parece que el tío de Peggy es de los buenos. Entre los clásicos del teatro no hubo otro igual desde Moliére. Si uno tuviera que señalar algún aspecto criticable en sus enjoyados versos, tendría que limitarse a un: je ne sais quoi. Yo sugeriría la introducción de algunos hábiles toques de realismo en las partes de un personaje tan humano y viviente como (digamos) el Caballero Rolando, o el ladino Banhambra, sultán de los moros, lo que brindaría un elemento de potente intensidad.
—...un elemento de potente intensidad —declamaba en voz alta y concisa el propio Leslie Perrigord de carne y hueso—. Eso es todo.
Morgan volvió a mirarlo, sentado con afectación a la cabecera de la mesa del desayuno y sosteniendo el tenedor con los dientes dirigidos hacia el mantel, mientras e-nun-cia-ba cada palabra entre los maxilares apretados. Nada tenía de afeminado ni decadente este Leslie Perrigord, y tal era el elemento que más irritaba a Morgan en otros intelectuales semejantes. El señor Perrigord impresionaba como capaz de sostener su propio peso y montar un caballo arisco.
Un latero de cabello rubio y nariz ganchuda, con un ojo momificado, que no hacía sino hablar. No miraba a nada en particular. Parecía estar muy lejos. Si no hubiera sido por el plumoso bigote rubio que se agitaba, se diría que no era sino un efecto de ventriloquia. Pero cuando tomaba la palabra no parecía dispuesto a abandonarla.
La disertación del señor Perrigord, que fluía incesantemente de sus labios con concisa cadencia, era proseguida por Peggy cuando él necesitaba darse cuerda, lo que hacía bebiendo agua helada.
—Perdone usted. Lamento interrumpirle —dijo la muchacha—, pero deseo presentarle a dos grandes amigos míos: Mr. Warren y Mr. Morgan.
—¿Cómo está usted? —pronunció sepulcralmente la señora Perrigord.
—¡Oh! -se limitó a articular Perrigord. Parecía levemente contrariado. Acababa de asestar un puntapié en un ojo a Shakespeare, y de aplastarle el sombrero a Ben Jonson. Morgan advirtió que le fastidiaba haber sido interrumpido—. ¡Oh! Encantado. Acababa de mencionar algunos de los puntos más elementales, en passant, de la conferencia que se me ha pedido que pronuncie esta noche en el concierto de a bordo —sonrió débilmente— pero temo fastidiarlos. Será sólo un discurso preliminar a la representación que ofrecerá Mr. Fortinbras con sus marionetas. Me temo que...
—¡Naturalmente que será muy interesante!—exclamó Peggy con entusiasmo—. Curt, estaba comentando con el señor y la señora Perrigord aquel episodio de Dubuque, cuando el Caballero Olivier perdió las calzas en su combate con los moros y tuvimos que bajar el telón porque se le salía el aserrín, y hubo que coserlo antes de que tío pudiera proseguir la representación. Mr. Perrigord insiste en que es un detalle delicioso, ¿no es así, Mr. Perrigord?
—Así es, señorita Glenn —respondió el oráculo con benevolencia (para él), pero sin disimular el deseo de que los otros se marcharan y le permitieran proseguir hablando de literatura. Mostraba esa forma pesada de cortesía que crea una atmósfera de incomodidad—. Son deliciosos esos pequeños detalles, pero seguramente estaré cansando a estos señores, quienes no pueden tener el más mínimo interés...
—Pero, ¿quién iba a pensarlo?—continuó Peggy Apelando a Morgan—, ¡Qué canalla, Hank! He perdido mi apuesta con usted, después de todo, y debo pagar los cócteles. ¡Es una vergüenza! ¿No lo cree usted así, Mr. Perrigord?
A Warren esas cosas no le agradaban absolutamente nada.
—¿Apuesta? —preguntó—. ¿Qué apuesta? ¿Apostaron algo?
Alguien le dio un puntapié en la tibia.
—...porque —continuó la muchacha— mi boina escocesa no entró anoche por el ojo de buey del camarote del señor Perrigord. ¡Qué mala suerte! Es casi seguro que la he perdido. No entró; ésa es la verdad. Inmediatamente antes de que el señor comenzara a hablar tan maravillosamente —aquí ella alzó la vista y fijó una mirada entre formal y temerosa en el semblante de Perrigord. E1 se aclaró la garganta. Dirigió una mirada glacial de soslayo; Warren lo vió... y también la señora Perrigord—... inmediatamente antes que el señor Perrigord comenzara a hablar tan maravillosamente, me dijo que no había encontrado absolutamente nada en el camarote. ¡Ahora sí que temo haber perdido mi boinita!
—No hay duda —exclamó la señora Perrigord obsequiando a Peggy con una mirada de desprecio a través de su monóculo—. Estaría completamente a oscuras la cubierta. ¿Verdad, querida?
—¡Com-ple-ta-mente!, y como yo digo, ¡estos hombres se aprovechan de una en una forma horrible! pero, después de todo, ¿qué puede hacer una? Yo creo, señora, que es preferible transigir a causar una cantidad enorme de trastornos, ¿no es verdad?
—¡Bueno!... En realidad... —comentó Mrs. Perrigord poniéndose rígida— confieso que no lo sé. A... a uno por vez, ¿quién sabe? pero en realidad estoy casi segura de que oí a media docena de borrachos andando por allí, y no me hubiera sorprendido encontrar en el suelo algo más que una boina, como se lo dije al camarero...
—¿Al camarero?—preguntó Peggy inocentemente— pero, Mrs. Perrigord, ¿y su marido dónde estaba?
El marido de la señora de Perrigord, que ya parecía perder la esperanza de poder insistir en los serios temas literarios, intervino.
—¡Magnífico, miss Glenn! ¡Ah! ¡ah! ¡Magnífico! Me gustan esos enfoques francos, la audacia libre y sin trabas de la juventud de hoy, que no se siente limitada, enjaulada o amordazada por viejos prejuicios... —Al llegar a este punto, la señora Perrigord demostraba con bastante claridad que de no haber estado limitada, enjaulada y amordazada por viejos prejuicios, se habría incorporado y habría dado a su cónyuge con una fuente de salmones por la cabeza. —...a mí, en efecto, me gusta. ¡No haga caso de mi señora! ¡Ah! ¡Ah!
—¡Oh! —fue cuanto dijo la señora de Perrigord.
—¡Vamos! ¡Vamos, Cynthia! Jeunesse, jeunesse. Una pizca de exuberante “captar el momento”. Recuerda lo que D. H. Lawrence le dijo a James Joyce. ¡Ah, ah, ah!
—Mi querido Leslie —articuló con frialdad Mrs. Perrigord— las orgías babilónicas y las jaranas de Ishtar a la Pierre Louys están muy bien en los libros, pero si satisface a tu gusto estético que esos ritos se cumplan en la cubierta de un transatlántico respetable, frente a tu propia ventana y a las dos de la mañana, no tengo más remedio que manifestar que no comparto tus puntos de vista. Y debo insistir ante esta señorita para explicarle que mis relaciones con el camarero eran puramente las que emanan de sus deberes...
—¡Bah! —exclamó Peggy.
—...y se limitaron a hacer sonar la campanilla, descorrer el cerrojo de la puerta, y preguntarle (como mi marido podrá informarle) qué podía hacerse para terminar con el ruido. Puedo asegurar que no pude pegar los ojos en toda la noche.
Mr. Perrigord había dicho dulcemente que había que recordar lo que James Joyce dijera a D. H. Lawrence. Morgan creía en cambio que había que encontrar la manera de terminar con el intercambio de indiscreciones ofensivas antes que llegaran al estado de los tirones de cabellos. De todos modos estaba desconcertado. La esmeralda debía estar en alguna parte. No pensaba defender ni a lord Sturton, ni al capitán Whistler, pero no podía olvidar que ellos habían hurtado una esmeralda valuada en cincuenta mil libras y la habían arrojado por el boquete correspondiente a una de esas dos cabinas. Si la joya se había esfumado de manera increíble, eso significaba que se esfumaba el dinero de lord Sturton, y probablemente, también se esfumaba el título del capitán Whistler. Algo andaba mal. Kyle sostenía que no estaba en su cabina, y había un testimonio que probaba que El Barbero no podía haberla tomado de allí. Por otra parte, los Perrigord habían oído el bochinche y hubieran advertido cualquier cosa arrojada dentro del camarote; y con toda seguridad no hubieran dejado de encontrarla por la mañana. La confusión crecía y él buscaba desesperadamente una nueva pista.
En consecuencia, Morgan optó por su sonrisa más triunfal (aunque la encontraba estrecha como una máscara odiosa) y habló con desenfado para halagar, apaciguar y lisonjear a la señora de Perrigord. Por otra parte, ella no era, en modo alguno, mal parecida, y él emprendió esa tarea con placer. Mientras Warren lo contemplaba, él daba toda clase de satisfacciones por el comportamiento de quienesquiera fuesen los perdularios que habían turbado su sueño. Insinuó que cualquiera que hubiera sido la conversación entre esos dos notorios desvergonzados: James Joyce y D. H. Lawrence, habría sido de pésimo gusto. —…pero, a decir verdad, Mrs. Perrigord —repuso Morgan inclinándose confidencialmente en la silla— yo también oí el alboroto, y aunque no puedo decirlo, pues, naturalmente, no estuve allí, usted comprende...
—Lo comprendo muy bien —dijo Mrs. Perrigord con alivio, y mucho menos severa, demostrando así que también ella cultivaba la curiosidad como la que más— ¿Usted escuchó?
—Diría más bien que parecía, no una juerga dionisíaca, sino una simple riña desenfrenada... pugilato, quiero decir —agregó Morgan tratando de buscar palabras de su léxico más pedante—. Especialmente, ya que una mujer de sus encantos (y perdone que sea yo quien lo diga) ha de haber visto muy poco de lo que son las flaquezas de los hombres y las mujeres, si éstos se manifestaran con algún grado de delicadeza, además...
—Bueno, naturalmente que no —respondió la señora Perrigord con picardía— pero, Mr. Morgan, me cuesta creer que usted pueda justificar eso, ¿eh?
—¡Con toda seguridad!, Mrs. Perrigord! —intercedió Warren. Había comprendido que Hank estaba tratando de conquistar a la dama y se dispuso a colaborar en el éxito de la empresa—. Sabemos perfectamente cómo es usted. Recuerde lo que le dijo el viajante de comercio a la hija del chacarero...
—¡Silencio! —ordenó Morgan por el costado de la boca, y prosiguió luego—. Supongo que la idea de la riña se le habrá ocurrido también a usted. ¡No sé cómo no se levantó a echar llave a la puerta, Mrs. Perrigord, para el caso que esos borrachos... esos juerguistas se decidieran...!
—¡Pero si lo hice!—exclamó Mrs. Perrigord—. Puedo asegurarle que la puerta estaba cerrada con cerrojo. En el mismo momento en que oí una voz de mujer suplicando a alguien que... que volviera a golpear a alguien, eché la llave, y no cerré los ojos en toda la noche. Puedo asegurarle que nadie entró en el camarote.
(¡Bueno! eso lo trastorna todo —pensó Morgan cambiando miradas de inteligencia con sus amigos. Peggy estaba contrariada; Warren, enojado y confundido. El misterio era cada vez más impenetrable. El mismo Perrigord parecía disgustado. Morgan pensó que debían salir a tomar fresco antes de la entrevista con el capitán Whistler. Calculó las palabras adecuadas para iniciar la retirada.)
—Pero, dígame —dijo Mrs. Perrigord a quien acababa de ocurrírsele una idea—, ¿es usted el Morgan que escribe novelas de detectives?
—Bien... pues... sí. Sí, creo que sí. Agradezco mucho, señora, y también a usted, señor Perrigord. He tenido mucho placer en conocerlos, y sólo espero que tengamos la oportunidad...
—¡Me encantan las novelas de detectives! —exclamó Mrs. Perrigord.
El marido permanecía inmóvil. Su semblante, con su ojo de vidrio, adquirió una extraña expresión. Miraba como un allegado al Inquisidor de España habría mirado si, en la mañana de un “auto de fe”, el hermano Torquemada anunciara su intención de dar a los herejes una reprimenda como todo castigo.
—¿De veras, querida? —inquirió Leslie Perrigord glacialmente—. ¡Qué raro! Bien, no debemos detenerlos, Cynthia. Señorita Glenn, espero tener el placer de conversar con usted hoy, y también con su excelente tío, a quien tengo la esperanza de conocer, y combinaremos lo necesario para la función de esta noche. A bientót!
—¡Pero, naturalmente que los encontraremos en el concierto! —observó Mrs. Perrigord. Al apretar los ojos para sonreír, Morgan la encontró parecida a Stan Laurel—. Leslie y yo hemos conversado ya con el sobrecargo para disponerlo todo. ¡Espero tanto verla, querida señorita Glenn! Se ha compuesto un programa: Madame Giulia Leda Camposozzi cantará morceaux de los maestros más modernos, acompañada por su marido, signor Benito Furioso Camposozzi. Creo —agregó— que el sobrecargo: un tal MacGregor, ha logrado persuadir al doctor Oliver Kyle para que declame versos de Robert Burns. Esto precederá, naturalmente, a la representación de monsieur Fortinbras. A bientót!
—¡Salud!—replicó Peggy levantándose de la mesa—. Les estoy sumamente agradecida por la información. Usted tiene que hablarme de esas cosas maravillosas, Mr. Perrigord, pero, usted... ¿piensa ver... a mi tío...?
—Sí, ¿por qué? —inquirió Perrigord levantando las cejas al observar la expresión preocupada de ella.
—No piense que soy una tonta, pero conozco a mi tío demasiado bien. Prométame, si lo encuentra por allí... yo sé cómo son las personas tan inteligentes como usted —esta vez la muchacha era evidentemente formal y hasta la misma Mrs. Perrigord se sintió dispuesta a mirarla mientras la muchacha vacilaba—, prométame que no le dará nada de beber. Sé que lo que digo parece sin sentido, pero es que él tiene en realidad muy poca cabeza, y... aunque usted no lo crea siente una gran debilidad por la ginebra. Tengo que vigilarlo; una noche que ofrecíamos una función en Filadelfia...
—Nunca bebo, miss Glenn —dijo Perrigord con rapidez y casi con aspereza— ¿para qué habría de meter en mi boca un ladrón que me robara el cerebro?, como dijo T. S. Eliot alguna vez. También soy vegetariano; monsieur Fortinbras estará bien seguro bajo mi cuidado. Buenos días.
En silencio, los tres conspiradores abandonaron la mesa. Morgan, enfrascado en sus propios pensamientos desconcertantes, no hablaba. Peggy estaba atemorizada. Fué Warren quien rompió el silencio.
—¿Han visto? —preguntó furioso—. Ese par de tontos es incapaz de robar absolutamente nada. Háganme caso antes de que sea demasiado tarde: es ese presunto doctor. Estoy seguro. ¡Santo cielo! ¡no puede haber desaparecido!
—Peggy —repuso Morgan—, no puede haber otra explicación: usted habrá confundido el camarote.
Habían llegado al pie de la escalera, y la muchacha esperó a que un camarero que pasaba estuviera fuera del alcance de sus palabras.
—No me equivoque, Hank —replicó la muchacha tranquila y seriamente—. Estoy absolutamente segura. Esta mañana estuve otra vez en la cubierta, y busqué el lugar donde había estado anoche.
—¿Y?
—No estaba equivocada. Era uno de esos dos; por allí no hay más que dos ojos de buey, y yo creo, compréndame bien que digo que creo, que era el camarote del doctor Kyle.
—En lo que a mí respecta, no sé qué otra evidencia necesitas —señaló Warren—. Haré lo que el Cerebro ordene y sin objeciones, pero tengo mis propias teorías. Vamos. Tenemos que ver al capitán Whistler.
Una voz junto a ellos dijo entonces:
—Perdone usted, señor Warren, no deseo importunar, pero si dispone usted de diez minutos creo que vale la pena que me escuche.
Inclinado sobre la brillante baranda, tamborileando en ella con los dedos, el señor Charles Woodcock los miraba con expresión extraña.
XI EL QUE VIÓ AL BARBERO CIEGO
El rostro de Woodcock mostraba una expresión tensa y alerta que hizo que Morgan se sintiera nuevamente incómodo. Recordó las observaciones de Valvick respecto a lo insinuado por Woodcock: cosas vagas pero peligrosas que el hombre pretendía conocer. Nunca se había hallado a gusto frente a esos hombres de negocios siempre alerta pues su mente no podía moverse tan rápidamente como la de ellos en sus propias líneas. Había imaginado varias posibilidades desagradables, que incluían la extorsión.
Y fue así cómo se encontraron frente a un caso que una semana antes Morgan habría calificado de absurdo y francamente imposible, y que, no obstante, era para otros muy serio: un asunto muy serio, escondido bajo un manto de equivocaciones y disparates.
Woodcock era un hombre enjuto; inquieto y testarudo, con rostro de huesos prominentes y ojos que revelaban buen humor no obstante estar siempre demasiado fijos; su afilada mandíbula estaba surcada por esas profundas arrugas propias del gran conversador. Mientras marchaba ahora por la nave, su conversación era rápida, exaltada y jovial. Parecía querer impresionar como un individuo fanfarrón, ingeniosamente embustero y de buen fondo, y con la cabeza medio vacía. Inclinado sobre la baranda, sus vivaces ojos se movían rápidamente de derecha a izquierda.
—Hablé con Valvick —continuó en tono rápido y confidencial— porque, como comprenderán, no tenía intenciones de meterme donde importunara. Y bien... —exclamó el señor Woodcock alzando las palmas de las manos como si esperara alguna objeción. Hacía el mismo ademán cada vez que decía “Y bien.” No significaba que hubiera hecho una proposición, sino que entendía que podría continuar con la certidumbre de que cuanto había dicho quedaba aclarado—. Y bien... Sé cómo son estas cosas, y quiero hablarlas de hombre a hombre, lisa y llanamente, para que se convenza de que nunca tendrá que arrepentirse si acepta mi proposición. Y bien... ahora cuanto deseo, Mr. Warren, es que usted me dispense diez minutos de su valioso tiempo, a solas. Sólo diez minutos; puede tomar su reloj y ponerlo sobre la mesa, y si a los diez minutos no he logrado interesarle... —al llegar a este punto hizo un ademán hacia afuera con las muñecas y levantó las cejas— entonces no hay nada que decir.
—¡De ninguna manera! ¡No señor! —respondió Warren con cierta vaguedad. Estaba algo desconcertado ante esta nueva intromisión y sospechaba que Woodcock quería venderle algo—. Tendré mucho gusto en dedicarle todo el tiempo que quiera, pero no ahora. Ya beberemos unos tragos y hablaremos cuanto usted desee, pero en otro momento. Mis amigos y yo tenemos una cita importante.
Woodcock se inclinó más todavía.
—¡Eso es! Exactamente; lo sé: con el capitán. Está bien, está bien —murmuró levantando las manos—. Comprendo...
Los conspiradores quedaron mirándose unos a otros, mientras los ojos de Woodcock los recorrían uno por uno.
—¿Qué se propone? —le preguntó súbitamente Warren.
—¿Diez minutos a solas? —propuso el otro.
—Bien. Sí, pero mis amigos tendrán que estar con nosotros. ¿No puede usted decir delante de ellos lo que quiere proponerme?
Woodcock parecía sospechar algún engaño. Levantó las cejas y agregó con impaciencia y paternal severidad:
—Vea, amigo, ¿está seguro de que es eso lo que quiere? ¿No sería mejor que no estuviera la señorita?
—¿Por qué no? Pero, ¡por Dios!, diga de una vez lo que tenga que decir.
—Y bien… ¡usted lo ha querido! —Era afable. — Reconozco que habría preferido hablarle a solas, pero no discutiré. Propongo que vayamos a la sala de lectura, donde estaremos más tranquilos.
Por el camino habló animadamente de varios otros temas, saltando de uno a otro, riendo de buena gana cuando hacía referencias jocosas. La sala de lectura, con sus grandes panelas blancas, estaba desierta. Los condujo hacia la ventana de cristales, donde el sol mañanero era amortiguado por una gruesa cortina, y el silencio sólo alterado por el batir de las máquinas. Una vez sentados se pasó con embarazo la mano por el lustroso cabello y repentinamente abrió el fuego.
—Quiero ayudarlo, señor —explicó conservando el tono confidencial—, pero comprenda que es un caso de beneficios recíprocos. Usted es joven y no comprende muchas de estas cosas, pero cuando sea mayor, y tenga mujer e hijos... —hizo un ademán significativo— comprenderá que en los negocios no es cuestión de favores. Y bien... hablando con franqueza, usted está en un aprieto, ¿no es verdad?
—¡Acabe! —respondió Warren lacónicamente.
—Pues bien, no sé qué ha ocurrido anoche a bordo... eso de lo cual todos hablan... ni quiero saberlo. No me importa ¿comprende? Pero sé qué ocurrió ayer por la tarde: robaron de su camarote un rollo de película cinematográfica, ¿no es así? ¡No! No responda ni me interrumpa. Voy a bosquejarle —continuó Woodcock demostrando ser un admirable metteur en scene— voy a bosquejarle —repitió incisivamente— un breve argumento cinematográfico de lo que podría haber ocurrido ayer. Comprenda que no digo que haya ocurrido, ni pretenda que me embarque en algo semejante. Digo, que podría haber ocurrido... Y bien, he aquí mi argumento cinematográfico: Yo voy marchando por el pasillo hacia la cubierta C, alrededor de las cuatro y media de la tarde de ayer. Acabo de despachar un radiograma a la firma que represento y no pienso absolutamente en nada; de pronto oigo un ruido detrás de mí al pasar frente a uno de los pasadizos laterales. Me vuelvo a tiempo de ver a un sujeto que se desliza fuera de él y cruza el pasillo introduciéndose en el cuarto de baño. Y bien... observo que el individuo lleva un manojo de películas cinematográficas que trata de ocultar bajo la chaqueta. ¡Oh! ¡NO ME INTERRUMPA!—agregó Woodcock con energía—. Bueno, supongamos que yo viera la cara del sujeto, de manera que aun no habiéndolo visto antes sería capaz de reconocerlo si volviera a encontrarme con él. Limitémonos a imaginar eso. No sé de qué se trata, pero pienso que no me incumbe. Creyendo, sin embargo, que pudiera interesarme, vuelvo atrás para echar un vistazo. Todo cuanto alcanzo a ver es una puerta entreabierta, un montón de films y de cajas de películas desparramadas por el suelo. También veo a alguien (tal vez a usted mismo) tratando de incorporarse y llevándose las manos a la cabeza. Pienso, naturalmente: “¡Oh! Charley, es mejor que no te mezcles en conflictos; además el individuo está volviendo en sí y ya no necesita ayuda”, pero después reflexiono...
—¿Quiere decir que usted vió al que...? —comenzó Warren roncamente.
—No se impaciente, amigo mío, no se impaciente. Deje que le cuente la película.
Descubrieron que su película era una réplica del “Extraño Interludio” en la cual la memoria de Mr. Woodcock hablaba por él. Al parecer era un punto fuerte entre los lectores de periódicos chismes y escándalos, deduciéndose también que había sido suscriptor de la revista “Verídicas historias sexuales”. Uno de esos periódicos acababa de publicar un escabroso rumor originado en la propia Washington. Estaba redactado en forma de indirectas y preguntaba qué prominente personaje tenía un sobrino que bien podría ganarse la vida en Hollywood oficiando de fotógrafo; además, si era posible que el mentado personaje hubiera incurrido en indiscreciones ante la cámara, y, llegado el caso, cuál sería la mujer implicada.
—¿Mujer? —exclamó Warren sin poderse contener—. ¿Mujer? No hay ninguna mujer. Mi ti...
—¡Silencio!—interrumpió Morgan inconmovible—, ¡Deja que hable Mr. Woodcock!
Woodcock no sonrió ni lo contradijo. Seguramente esperaba la intervención. Todavía era cordial, pero nuevas arrugas surcaron su mentón y sus ojos tenían una mirada inexpresiva.
—Entonces podría ocurrir que yo pensara en un extraño radiograma escuchado en la cabina del radioperador —prosiguió sacudiendo las muñecas y los hombros con ademán curiosamente hebraico, mientras clavaba los ojos en Warren—. Tal vez no consiga descubrir el sentido, considerando que apenas pude escuchar palabras sueltas. ¡No! No tiene por qué mirarme con esa cara. Comprendo lo que son esas cosas... En ese momento yo pienso “Charley, tal vez te equivoques, tal vez sea sólo un atraco, en cuyo caso habrá mucho ruido esta noche, naturalmente, y Mr. Warren denunciará que ha sido robado.” Y bien... —concluyó Woodcock inclinándose y palmeando a Warren en la rodilla—. Sólo que no ocurrió ni lo uno ni lo otro.
Durante el silencio que siguió pudo oírse a unos chiquillos que pasaron gritando y jugando frente a la puerta de la sala de lectura. Las máquinas zumbaban débilmente. Warren se pasó la mano por la frente.
—He oído interpretaciones ridículas del asunto, pero esto ya es el colmo —exclamó Warren con voz entrecortada—. ¡Una mujer! A usted le parecerá bien —agregó con súbita ira—. Por supuesto que está equivocado, pero no es éste el momento para discutirlo. ¿QUIÉN ES EL HOMBRE QUE ROBÓ LA PELÍCULA? Eso es lo que queremos saber. ¿Qué es lo que usted pretende? ¿Dinero?
Estaba claro que el otro jamás había pensado en ello. Dió un salto en el asiento.
—No seré tan grande como usted —replicó con calma—, pero trate de volver a ofrecerme dinero, y ¡por Dios, que lo lamentará! ¿Qué se cree que soy? ¿Un chantajista? ¡Vamos, hombre!—su voz cambió y en sus ojos brilló un destello de esperanza—. ¡Vamos!, soy un hombre de negocios y ésta es la gran oportunidad de mi vida. Sólo busco cumplir con mi trabajo, después de todo. Si consigo realizar esto puedo esperar una ayudantía en la vice-presidencia.
Se lo digo francamente: si creyera que algo importante ha sido robado no perdería un segundo con usted, pero me lo figuro en otra forma. ¿Qué ha ocurrido? Pues seguramente que un viejo verde, que debía haber sabido mejor lo que hacía, se ha metido en un lío haciendo el papel de protector reblandecido con una mujer y hay una película del incidente. Y bien... no le deseo ningún mal; al contrario, simpatizo con él, y me ofrezco a ayudarlo. Me ofrezco a decirle quién le ha robado para que pueda recuperarla... por el medio que crea más adecuado; pero creo que merezco un favor en cambio. Si eso no es justo, no sé qué es lo que puede serlo.
El hombre estaba desesperadamente serio. Morgan lo estudió tratando de comprender su naturaleza y su ética. Era un verdadero problema desde donde se lo mirara. Que un encumbrado funcionario del gobierno hubiera sido pescado en actitud comprometedora con una mujer ante una cámara cinematográfica no le parecía ni serio ni ridículo. Es probable que pensara simplemente que cuando un funcionario estaba en dificultades, tendrían que ser dificultades de esa clase y podrían encararse únicamente según el uso que el hecho permitiera en un sentido estrictamente comercial. Morgan miró a Warren y comprobó que éste opinaba que era justo.
—Está bien —respondió Warren asintiendo amargamente—. Usted tiene derecho a formularme proposiciones. Rompa el fuego. ¿Qué demonios puedo hacer por usted?
Woodcock suspiró profundamente.
—Deseo un testimonio firmado, con una fotografía para los diarios y revistas.
—¿Un testimonio? ¡Bien! Le daré un testimonio de lo que sea —Warren se quedó mirándolo—. Pero ¿para qué puede servirle? ¿Qué...? Ahora comprendo: usted quiere un testimonio sobre el polvo insecticida, ¿no es verdad?
—Lo que deseo —replicó Woodcock— es una recomendación para un artículo que mi firma está a punto de lanzar al mercado, y que es de mi invención. Comprenda, señor, que si no creyera que es un éxito no trataría de convencerlo de la idea. No le pido que acepte nada a ojos cerrados. Voy a mostrarle —dijo repentinamente Woodcock, sacando un paquete alargado que llevaba bajo la chaqueta, como lo haría un anarquista después de haber arrinconado a su víctima— voy a demostrarle que este adminículo sirve para todas las cosas que decimos en la campaña publicitaria. Sí; y también quiero un testimonio... pero no de usted.
—Quiere decir, Curt... —murmuró Peggy contemplando a Woodcock con fascinado horror— ¿... te das cuenta que quiere decir que...?
—Usted me ha comprendido, señorita —exclamó Woodcock asintiendo—. Quiero un testimonio del Honorable Thaddeus G. Warpus que garantice el pulverizador-Matamosquitos “Sirena” Eléctrico, el exterminador de insectos cargado con Swat Nº 2 líquido, y diga que lo ha usado personalmente en su casa de campo de Nueva Jersey, y que lo recomienda ardientemente. Ésta es mi gran oportunidad y no voy a perderla. Durante años me he ocupado de obtener testimonios para nuestros productos sin lograrlos, pues las señoras de nuestra sociedad dicen que no es digno. ¿Qué diferencia hay? Se puede conseguir que recomienden cigarrillos, pasta dentífrica, cremas faciales o jabón de afeitar. Pero, ¿qué diferencia hay? No voy a pedirle que recomiende un polvo para matar insectos, sino un lujoso y vistoso artefacto plateado y esmaltado. Voy a mostrárselo e indicarle cómo funciona. Combina todas las ventajas de una linterna eléctrica de gran tamaño y...
Con ansiedad, como si esperara un fruto inmediato, comenzó a desenvolver el paquete. Morgan se asustaba más cuanto más miraba a Curtis Warren. Este asunto, con todos sus elementos de farsa ridícula, no era una farsa de ninguna manera. Warren estaba tan serio como “El Chico del Insecticida”.
—¡Pero, hombre, piense lo que dice!—protestaba agitando los brazos—. ¡Si al menos fuera otra cosa:...pasta para los dientes... cigarrillos...! ¡No puede ser! Lo pondría en ridículo.
—¿Sí?—murmuró fríamente Woodcock—. Y bien... conteste entonces: ¿Qué lo pondrá más en ridículo, qué pondrá más en evidencia que es un farsante: este precioso aparatito o aquel film? Lo siento, señor, pero el hecho es éste. Ya conoce mi oferta: tómela o déjela.
—¿De otro modo no dirá usted quién robó la película...?
—Eso es lo que acabo de decir —aceptó el otro casi con cordialidad—. Cuanto debe hacer es poner en juego algunos radiogramas diciéndole que si quiere verse libre del lío juegue a la pelota con Charley Woodcock...
—¡No lo hará nunca!
—¡Tanto peor para él! ¿No es verdad?—replicó con candidez cruzando los brazos—. Usted me ha caído en gracia. No hay nada personal en esto: defiendo mis propios intereses... ¡Ah! y no trate de tramar nada, tampoco —sugirió al ver que Warren se ponía de pie—. Si trama algo es posible que yo no consiga mi testimonio, pero la historia del breve film protagonizado por T. G. Warpus dará la vuelta al mundo tan pronto como yo pueda difundirla. ¿Comprende, amigo? —dijo Woodcock tratando de conservar la suavidad confidencial, aunque ahora respiraba un poco más ruidosamente—. Si no logro cierta seguridad de que T. G. Warpus va a portarse bien y tomar toda la medicina... puede ser que se me escape alguna indiscreción en el bar, cuando haya bebido unas copas de más.
—¡No hará usted eso! —exclamó Peggy.
Hubo un largo silencio. Woodcock, vuelto de espaldas, había apartado la cortina para mirar el mar y se acariciaba la huesuda barbilla. Dejando caer la mano, se volvió.
—Tiene razón, señorita —dijo en un tono diferente—. Parece que aquí gana usted. Creo que no sería capaz. —Se dirigió resueltamente a Warren. — No soy un miserable; por un momento perdí los estribos, eso es todo. Por lo menos por esa parte no tiene por qué preocuparse. Quise precipitarme demasiado, pero no soy un extorsionador. Le he hecho una proposición justa que queda en pie. Retiro lo demás; ¿qué me dice?
Warren, golpeándose lentamente la rodilla con el puño, no dijo nada. Miró a Peggy y luego a Morgan. Éste habló.
—Me alegra que haya dicho eso, señor Woodcock.
—¿Que haya dicho qué? ¡Ah!, eso de no ser un miserable; gracias —respondió el otro con amargura—, no hay de qué. No soy de esos que pueden obligar al prójimo a hacer algo contra su voluntad por llamarse buenos vendedores. ¿Por qué?
—Por ejemplo —comenzó tratando de conservar la firmeza en las palabras —por ejemplo, ¿quisiera usted que se lo considerase cómplice en un asesinato? —Había tenido una idea y rogaba a Dios que no lo echara todo a perder.
—¡Oh! eso no sirve. No sabía por dónde iba a aparecer el bluff.
Sin embargo, los azules ojos de Woodcock se desviaron hacia un costado. Había sacado el pañuelo y se enjugaba la frente como si estuviera muy cansado de todo el asunto, pero su huesuda mano se detuvo. La palabra “asesinato” ponía un toque de horror en una conversación de negocios. Cuando la idea floreció en la mente de Morgan, él pensó que pocos minutos después, si sabía continuar esgrimiendo ese argumento con mano firme escucharían el nombre del Barbero Ciego. A medida que la idea tomaba cuerpo le era más difícil ocultar su creciente nerviosidad. “Ahora, ¡firme!” Con firmeza podría...
—Veamos: ¿usted conoce el nombre de la persona que robó ese trozo de película cinematográfica del camarote de Curt Warren?
—Estoy en condiciones de señalársela. No hay muchas probabilidades de que pueda abandonar el barco.
—Anoche cometió un asesinato. Abrió el cuello a una mujer en el camarote vecino al de Curt. Pienso que lo mejor es que usted esté al tanto, nada más. ¿Quiere ver la navaja con que lo hizo?
—¡Por Dios! —exclamó Woodcock volviéndose sobresaltado—. ¿Qué va a hacer?
En el blanco salón oscurecido, con su colección de espejos de marco dorado y sus sillas funerarias, el calor era asfixiante. Sobre los blancos pupitres cubiertos con un cristal, las lapiceras y los tinteros tintineaban al compás del balanceo de la nave, y con el movimiento la línea ondulante del agua subía y bajaba en silencio. Morgan llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un pañuelo doblado y con manchas oscuras. Lo desplegó bajo un rayo de sol que se colaba a través de la cortina; un triste resplandor brilló adentro.
Se produjo otro silencio.
Woodcock no estaba convencido. Morgan lo veía sentado trente a él tieso, con las manos caídas a los costados y una débil sonrisa dibujada en el rostro. Curioso hecho psicológico; la verdadera evidencia, la exhibición de la navaja ensangrentada en forma harto oportuna convenció a Woodcock de que era víctima de un engaño. Sacudió la cabeza en forma condenatoria.
—Ahora lo recuerdo, ¿no es usted, Hank, el que escribe esas novelas...? Tengo que reconocerlo: por un momento me hizo dudar. —Hablaba como con sincera fruición. — Estuvo muy bien; sé valorar un buen truco. Yo mismo lo he hecho varias veces, pero ¡vuelva a guardarlo! ¡Guárdelo y hablemos claramente!
—No sabemos quién es la muchacha —continuó Morgan con la desesperante sensación de haber perdido la partida—, es decir, todavía no. íbamos a ver al capitán para averiguarlo. Será muy fácil probar. ..
—Escuchen —dijo Woodcock con tolerancia amistosa aunque impaciente—. El recurso estuvo bien; ya lo dije, fue muy bueno, pero ¿a qué insistir? Ya comprendieron que yo no caía... soy muy ducho... ¿por qué no hablamos de negocios?
—¡Es verdad, Mr. Woodcock! —insistió Peggy con los dedos entrelazados—. ¿No comprende que es verdad? Admitimos que aún no sabemos quién fue muerta...
—¡Bueno!, bueno...
—...pero lo sabremos. ¿No quiere decirnos? ¿No quiere darnos un indicio?
—Nunca sospecharían —respondió Woodcock sonriendo con candidez y mirando al techo con la expresión de quien conoce la solución de la adivinanza que enloquece a todos los jugadores. Ese efecto tuvo sobre los otros tres. Saber que la respuesta estaba encerrada en el cráneo del hombre que tenían delante y que se les dijera que no podrían conocerla...
—Les daré la solución — observó Woodcock—, en el momento que reciba la respuesta correcta de T. G., no antes.
—Trataré... —comenzó a decir Warren, pero antes que prosiguiera el otro le había señalado que eso no era garantía.
—Usted no cree que el hombre que robó el film cometió también un crimen —argumentó Morgan con amargura—, pero suponiendo que se convenciera... ¡No, ahora espere un momento! Usted tiene su hipótesis; deme ahora su opinión sobre la mía.
Suponga que ha ocurrido un crimen y que nosotros podríamos probarlo. Usted oculta evidencias al no hablar.
Woodcock se encogió de hombros, pero conservó la débil sonrisa impresa en su rostro.
—¡Bien, amigo! No veo razón para no concederle este punto... en teoría. Realmente, si hubiera ocurrido un crimen, y si alguien hubiera resultado muerto, todo sería completamente diferente. Por supuesto que yo revelaría...
—¿Lo promete?
—¡Palabra de honor!, pero creo que ahora podemos volver a hablar de negocios...
—Perfectamente —exclamó Warren tomando una súbita determinación. Se incorporó—. Vamos ahora a ver al capitán. Haré un pequeño trato con usted: si podemos convencerlo hoy de que se ha cometido un asesinato, usted nos dirá lo que sabe; si no lo logramos, 1e doy mi solemne palabra de que en una u otra forma usted tendrá ese testimonio del tío Warpus.
Por primera vez, Woodcock pareció sorprendido.
—No comprendo qué se propone —observó acerbamente— pero estoy seguro de que algo se trae entre manos. Mi respuesta es... la que conocen. Analícela, piénsela, mi amigo. Entretanto ¡hágame un favor! Lleve esta pequeña Sirena y pruébela, ¿quiere? Dentro tiene todas las instrucciones para su empleo, pero tal vez sería mejor que le explique alguno de los puntos principales, algunas de las características que harán del pulverizador eléctrico automático mata-mosquitos Sirena el tema más discutido del mundo publicitario. ¡Por ejemplo, señores, el antiguo pulverizador a jeringa para insectos, debe ser manejado a mano: se maneja sacando y metiendo a mano un émbolo, ¿no es verdad? El Sirena que aquí ven es enteramente automático. Con sólo girar esta perilla esmaltada, la electricidad hace el resto. Por la extremidad anterior surge un chorro delgado de exterminador de insectos, que puede ser regulado para mayor o menor alcance o fuerza; también para proyectarse en forma de abanico cubriendo superficies mayores, y todo por medio de perillas. Además, señores, nuestra característica exclusiva: la luz eléctrica. ¿Cómo encontrar a los fastidiosos mosquitos que amparados por la oscuridad impiden nuestro sueño y minan nuestra salud? Muy sencillamente: les mostraré; sólo apretando este botón...
Warren se hizo cargo del presente griego, y Morgan y Peggy se apresuraron a llevárselo para impedir que en un arranque de violencia quisiera obligar a Woodcock a suministrar informaciones. Mr. Woodcock, con los pulgares en las sisas del chaleco, se balanceaba sobre los talones y sonreía cuando lo dejaron. Al llegar al pasillo exterior se apoyaron en la pared para tomar aliento.
—¡Ladrón infame!—exclamó Warren agitando en el aire el Pulverizador Mata-Mosquitos Eléctrico Automático Sirena—. ¡Miserable falso! ¡Lo sabe! Lo sabe y no quiere decirlo.
—Pero, ¿decía en serio eso del testimonio?—preguntó Peggy, quien aún no podía comprender esa parte del asunto—. Porque, imagínense: es imposible que pretenda que tu tío aparezca en los diarios diciendo: “¡Estoy entusiasmado con el insecticida Woodcock!” ¿Es posible?... Quiere decir que eso sería horrible...
—Querida, así es precisamente. Hablaba en serio, y es tan serio como cuando el tío Warpus trata de esgrimir un tratado internacional para proteger la neutralidad de algunos. Tú no sabes —continuó Warren con violencia— qué moderna y eficiente es esa publicidad. La llaman Servicio Público. Vamos. Vamos a ver a ese caballo viejo arriba. Lo que me dirá el tío Warpus si lo obligo a suscribir un testimonio semejante es más que lo que mi estómago sin alcohol me permite imaginar. Pienso que cuanto antes veamos al capitán Whistler, ¡arenque ahumado!, y aclaremos este asunto de la muchacha, tanto mejor. Vamos.
—Y yo tengo la impresión... —dijo Morgan, y se detuvo. No continuó, pero estaba en lo cierto.
XII INDISCRECIONES DE CURTIS WARREN
Cuando llamaron a la puerta del camarote del capitán Whistler, la primera inmediatamente detrás del puente, los recibió un camarero melancólico que había estado haciendo la cama y retiraba el servicio del desayuno en una gran bandeja. La cabina amplia y confortable, con su boiserie de palo de rosa, tenía sobre los ojos de buey unas cortinas de gusto alarmante.
—El comandante no está —les informó el camarero mirando de soslayo a Warren en forma siniestra—. Dijo que iba a ver a lord Sturton, y que ustedes deben esperarlo, si quieren.
Warren trató de adoptar una actitud de indiferencia, pero no pudo ocultar su prevención.
—¡Ah! Gracias —exclamó—. ¿Cómo se siente esta mañana el viejo tiburón?
—¡Uff! —dijo el camarero significativamente, mientras golpeaba la almohada para acomodarla.
—Ya comprendo —dijo Warren—. ¡Bien!, nos sentaremos.
El camarero dió unas cuantas vueltas alrededor del camarote y por último se marchó con el servicio del desayuno. La mirada que echó sobre el hombro les indujo a pensar que las bellezas naturales no habían ejercido influjo alguno sobre el capitán para que éste se paseara por el puente entonando cánticos marineros.
—Me imagino que todavía estará de mal humor
—fue la opinión de Warren—, lo cual es muy delicado en esta oportunidad, Hank. Tú harás todo el gasto de conversación. Yo no me atrevería.
—Puedes apostar tu encantadora vida que seré yo quien hable —aceptó Morgan—. No respondería por ninguno de nosotros si el capitán entrara y te viera con la navaja en las manos. Especialmente después de haber estado con Sturton creo que no se encontrará en un estado de ánimo muy propicio a las bromas. Comprendan que deben permanecer en completo silencio durante toda la entrevista. Ni una palabra, ni un movimiento a menos que yo les pida que confirmen algo. No quiero correr otros riesgos, pero no sé... —se sentó en una silla de cuero, se alisó el pelo y se puso a mirar el cielo por un ojo de buey. La cabina alumbrada por el sol no inspiraba sentimientos apacibles—, no las tengo todas conmigo. Dejemos que Woodcock se guarde su información y ¡que se pudra! ¿Qué habrá pasado con la esmeralda? Ésa es la cuestión.
—Pero, de todos modos, Hank, eso no es cuestión nuestra —insinuó Peggy con el característico espíritu práctico de las mujeres. Se quitó los anteojos de oro con el aire de suficiencia de quien ha resuelto todos los problemas, y los guardó en el bolso en un arranque decidido—. No molestaré, muchachos, no tiene importancia.
—¿Que no tiene importancia...?
—Sí, naturalmente, lo siento por lord Sturton, y todo lo demás, pero él tiene muchísimo dinero, y seguramente no habría hecho otra cosa que guardar la esmeralda en una caja fuerte, y eso ¿para qué sirve? En cambio, el film de Curtis sí que tiene importancia. ¡Pobre muchacho! Sé lo que yo haría si fuera hombre —declaró con fastidio—. Tomaría a ese miserable de Woodcock y lo torturaría hasta que me lo dijera; o lo encerraría en alguna parte como hicieron con ese barón de “El Conde de Montecristo” y no le dejaría comer nada, pero pondría los manjares bajo su nariz y me reiría, ¡ja! ¡ja!, hasta que me lo dijera. Ustedes los hombres... ¡Bah! ¡Me hartan! —Hizo un gesto de impaciencia.
—Jovencita —le dijo Morgan—, su grosería y su lógica son indignantes. He observado el mismo fenómeno en mi propia mujer. Además de la imposibilidad material de sostener manjares fuera del alcance de un rey de los insecticidas, y de reírse, ¡ja! ¡ja!, hay que considerar el elemento deportivo. No; no diga ¡bah! Subsiste el hecho de que nosotros hemos hurtado la esmeralda de lord Sturton, y la responsabilidad... ¿Qué ruido es ése?
Tuvo un pequeño sobresalto. Durante unos momentos había tenido conciencia de un zumbido sordo y continuo muy próximo a él. En su disposición presente, el sonido era tan siniestro como aquel zumbido que el doctor Watson oyó a media noche en el dormitorio a oscuras, cuando la aventura de “La Banda Moteada”. En realidad, era el Pulverizador Automático de Insecticida “Sirena”.
—Curt —preguntó Peggy volviéndose con desconfianza—, ¿qué te propones ahora?
—Muy manuable, el chisme —declaró Warren con admiración. Le brillaban los ojos cuando se inclinó absorto sobre el complicado tubo plateado y esmaltado. Era un cilindro aerodinámico, lleno de espirales y rayados, con una complicada colección de botones. Por el extremo, según lo anunciado en el prospecto, surgía un menudo rocío que se esparcía por los papeles del capitán diseminados sobre la mesa. Warren lo dirigió en otra dirección—. Todos los botones tienen rótulo, ¿ven? Aquí dice “pulverizador”. Es lo que hace ahora. Además hay un “media potencia” y otro “plena potencia”...
Peggy se llevó la mano a la boca tratando de ocultar la risa. Esta inoportuna demostración de júbilo contrarió a Morgan más aún; además, el rocío era particularmente acre.
—¡Cierra ese condenado artefacto! —rugió, pues la niebla pulverizada los rodeaba como una aureola brillante—. ¡No, tonto! No lo dirijas sobre el guardarropa; vas a echar a perder el uniforme del capitán. Vuélvelo hacia...
—Bueno, bueno —replicó Warren airadamente—, no es motivo para afligirse. Sólo estaba probándolo. Basta oprimir este botón, ¿ves?... pero, ¿qué le ocurre a este aparato? ¡Eh!
La presión sobre el botón terminó realmente con el rocío. Lo substituyó con lo que los ingeniosos constructores del artefacto designarían, seguramente, “media potencia”. Un chorro delgado pero violento ascendió sobre el hombro de Warren cuando éste trató de mirar por el extremo y accionó botones sin ton ni son. Lo único que logró fue encender la linterna eléctrica.
—Dame esa porquería —le dijo Morgan—; yo voy a arreglarla. ¿Por qué no haces algo? ¡Está lloviendo insecticida! ¡Todo se está impregnando de insecticida! ¡No te lo eches encima, pedazo de idiota! ¡Dios mío, no! ¡En la cama del capitán, no! ¡Quítalo de la cama! ...No; es imposible taparlo con la almohada, pero ¡menos debajo de las cobijas! ¡Tonto, eres un...!
—Es preferible a empaparlo todo, ¿no es verdad? —argumentó Warren con voz ronca y una reluciente aureola de insecticida—. Bueno, no vaya a darte apoplejía. Lo cerraré. —Esquivó el brazo de Morgan con expresión desafiante, dirigiéndose al centro de la cabina. — ¡Déjame solo! Yo lo hice andar y yo voy a pararlo. —Gesticulaba mientras sostenía a la Sirena, que silbaba como una cobra enardecida. —... ¡y ésta es la porquería que quieren que mi tío recomiende! ¡Es una estafa, no sirve para nada! Se lo diré a Woodcock en la cara. He probado todas las perillas...
—No te quedes ahí discurriendo —le gritó Morgan—. Haz algo. Apunta a la ventana.
—Ya sé lo que haré —exclamó Warren con una repentina inspiración triunfal—. ¡Ya lo sé! Intentaré “plena potencia”, que probablemente es lo único que parará esta porquería. ¡Aaasí! Si Woodcock no me ha mentido...
Woodcock le había dicho la verdad y podría muy bien enorgullecerse de los resultados. Por el extremo surgió con el ímpetu de una manguera de bomberos, un chorro de exterminador de insectos. Tampoco hubiera podido objetar Woodcock absolutamente nada por su precisión. En realidad, después de cruzar la cabina entera dió de lleno en el rostro del comandante sir Héctor Whistler, quien acababa de abrir la puerta.
Morgan cerró los ojos. En ese silencio maldito y espantoso no deseaba contemplar el semblante del capitán Whistler. Antes preferiría encararse con la Medusa. Además hubiera querido disponer de toda la potencia de sus músculos para precipitarse fuera de la cabina y desaparecer, pero seguía oyendo a la Sirena que castigaba el marco de la puerta, detrás de la cabeza del capitán; por último se aventuró a abrir un ojo, no para mirar a Whistler sino a Warren. Éste pudo finalmente articular:
—¡No pude evitarlo, capitán! —se lamentaba—. ¡Se lo juro por lo más sagrado, no pude evitarlo! Hice todo lo posible; lo intenté todo, oprimí todos los botones, pero no paraba. ¿Ve? Voy a mostrarle. ¡Fíjese!
Se escuchó claramente un click; instantáneamente el chorro menguó, goteó, y por último dejó de surgir del extremo de la Sirena. Terminada la función, la Sirena era ahora tan inofensiva como antes.
Morgan advirtió después que lo único que los había salvado en ese momento fue el capitán Valvick, cuyo horrorizado rostro apareció en el hueco de la puerta, asomándose por encima del hombro del comandante. Éste apenas pudo articular:
—¿Conque ustedes...? —con la respiración entrecortada, cuando el capitán Valvick lo obligó a enmudecer tapándole la boca con una amplia mano, mientras con la otra lo obligaba a entrar sosteniéndolo por los fundillos de los pantalones, y cerraba la puerta con el pie.
—Rápido —murmuró Valvick—, busquen algo para hacerlo callar hasta que se enfríe, o llamará al segundo e iremos todos al calabozo. Lo siento, viejo, pero tengo que hacerlo. —Se volvió hacia Warren con gesto condenatorio. — ¿A qué quería jugar usted, eh? Le digo que éstas no son horas de jugar. Después que pasé tanto rato tratando de tranquilizar al viejo y de explicarle lo que hacemos, no es hora de jugar. ¿Qué porquería es ésa que huelo en el aire?
—Solamente insecticida —insistió Warren—... después de todo, no es más que insecticida...
Un espasmo agitó la robusta silueta del capitán Whistler; su ojo ileso hacía agua, pero los ruidos interiores pugnaban en vano por atravesar el Gibraltar que la mano de Valvick había puesto sobre su boca. No obstante, Valvick debió usar ambas manos para inmovilizarlo.
—Sinceramente, viejo, ¡esto es por tu propio bien! —le dijo suplicante, arrastrándolo hacia la silla del escritorio y obligándolo a sentarse. Sonidos apagados semejantes a los que produciría un silbato a vapor subterráneo, fueron la única respuesta—. De otro modo harías algo que lamentarías después. Estos señores pueden explicártelo; estoy seguro. Si me prometes no hacer nada, te suelto. Puedes jurar y maldecir cuanto quieras si con ello descargas tu ánimo... pero no harás nada. De lo contrario vamos a tener que amordazarte, ¿eh? Ya te dije que es por tu propio bien. Eres un hombre de palabra, ¿qué me respondes?
Un ruido de asentimiento y una inclinación de cabeza de gladiador agonizante, le respondieron. Valvick dió un paso atrás y retiró la mano. La media hora siguiente fue una de las cosas en la vida de Morgan que éste querría olvidar. Calificarla de enervante sería emplear una palabra sin fuerza y carente de esas nuances que el señor Leslie Perrigord considera esenciales para vigorizar el drama clásico. En uno de los puntos de las observaciones del capitán Whistler, por lo menos, había bastante ardor clásico, cuando con frecuencia, la voz estrangulada, agitaba el índice dirigido hacia Warren como Macbeth frente al espectro y repetía: “Te digo que está loco. ¡Intentó envenenarme! Es un maníaco homicida. ¿Quieres que me envenene los pasajeros? ¿Por qué no me dejas que lo encierre?”
Por razones que entonces Morgan no pudo comprender, se impusieron determinaciones más serenas. No tenía más remedio que admitir que al capitán Whistler le asistían buenas razones para protestar. Al margen de las cuestiones personales (la puntería de la Sirena, comparable a los dardos de Lockley, había acertado con el ojo lastimado del capitán), quedaba en pie la omnipresencia general de insecticida pulverizado. La cabina estaba saturada de insecticida. En nubes espectrales se elevaba desde el uniforme de gala, empapaba la cama, invadía la ropa blanca, se adhería a los zapatos, perfumaba el libro de bitácora, y sugería comentarios desde la correspondencia. En resumen: podía apostarse que por muchos meses, hasta la más desaprensiva cucaracha se cuidaría bien de ponerse al alcance del perfume de cualquier prenda que hubiera pertenecido al capitán Whistler.
Por todo eso, Morgan se asombraba de que en el breve lapso de media hora hubiera sido persuadido de escuchar sus explicaciones. Es verdad que puso el Pulverizador Eléctrico Automático Mata-mosquitos Sirena en el centro de la habitación y saltó sobre él. También es verdad que no se retractó en lo más mínimo de su declaración de que Warren era un lunático peligroso que pronto degollaría a alguien si no se lo ponía a buen recaudo; pero (ya fuera debido a las zalamerías de Peggy, ya a la causa que se indicará más adelante: el lector podrá juzgar) consintió en dar a Warren una nueva oportunidad.
—¡La última oportunidad!—proclamó incorporándose en la silla y apoyándose en el escritorio—
...Y eso es todo. Al próximo movimiento sospechoso, no sólo de él, sino de cualquiera de ustedes... de cualquiera de ustedes, compréndanlo bien: irá al calabozo bajo centinela. Ésa es mi última palabra. —Mirando a su alrededor, volvió a sentarse y bebió el reconfortante whisky con soda que le habían traído. — Ahora, si no tienen inconveniente, volvamos a la cuestión. Ante todo, le diré esto: prometo compartir con usted, Mr. Morgan, cualquier información que obtenga, pues lo considero un hombre cuerdo. Pues bien, tengo una información; no obstante, debo admitir que me desconcierta. Pero antes de revelársela quiero señalar algo: ese joven maniático, lo mismo que ustedes tres, me han causado más trastornos que nadie que haya viajado en un barco a mi mando. ¡Podría matarlos a todos! Me han causado más disgustos que nadie... excepto el que me robó la esmeralda, y en cierto modo, están envueltos en ello... — (“Tiene razón”, pensó Morgan) —
...pero lo importante es que ahora podrían, si quisieran, ayudarme en algo. ¿Están seguros de que nadie escucha detrás de la puerta? —El tono de su voz era tan laboriosamente conspiratorio que Valvick se asomó a la puerta y cerró después todos los ojos de buey. Peggy ofreció colaborar seriamente.
—No creo, capitán —dijo—, que usted tenga la menor idea de lo mucho que nos alegra poder serle útil. Si podemos hacer algo...
Whistler vacilaba. Tomó otro trago de whisky.
—Acabo de ver a Su Excelencia —continuó como si lamentara tener que confesarlo, pero el presente Héctor Whistler era un hombre desesperado—. Está despavorido, pues la esmeralda no estaba asegurada; y ha tenido la osadía de decir que yo estaba borracho o que no he tenido cuidado... el muy |%£$%! y øøø)) (($%' de %//£%£//¡)) ¡Miren que decir eso! Y asegura que nada habría pasado si él la hubiera conservado en su poder...
—Usted no la habrá encontrado, por casualidad, ¿no es verdad? —preguntó Morgan.
—¡No! He revuelto el barco, con quince hombres elegidos, desde el castillo de proa hasta el timón, y no la he encontrado, jovencito. Ahora bien, tranquilícense y escuchen: no creo que demande a la compañía, pero hay una cuestión legal que considerar: ¿he sido o no culpable de conducta negligente? La esmeralda estaba técnicamente en mi poder, aunque no estuviera bajo llave en mi caja de seguridad. .. ¿Quién es el recluta que dice que soy culpable de imprudencia... de negligencia?—gruñó Whistler paseando la mirada de uno a otro— ¡...que me lo muestren! ¡nada más!... ¡que vea sólo su gallardete, y le haré lamentarse del primer día que su padre salió a galantear! ¿Soy culpable de conducta imprudente si cuatro sicilianos me atacan por la espalda y me dan el pasaporte con una botella? ¿Lo soy, acaso? ¡No! —se respondió a sí mismo el capitán Whistler con la elocuencia de un Marco Tulio Cicerón—. No, no lo soy. En consecuencia, si alguien le dijera al viejo Sturton que fui criminalmente atacado por criminales, sin tener la más mínima oportunidad de defenderme... comprendan que no pretendo que ustedes le digan que vieron cuando me atacaban. Si hubiera que mentir, ¡que me echen a pique, que puedo hacerlo solo!, pero si ustedes le dicen que están dispuestos a jurar que por sus propias observaciones en el momento del hecho creen que fui víctima de un despiadado ataque... pues... el dinero no le importa demasiado, y estoy seguro de que no demandaría... ¿qué me dicen? —preguntó el capitán bajando súbitamente la voz para volverla a su tono normal.
Hubo un coro de asentimientos.
—¿Lo harán? —volvió a preguntar Whistler.
—Yo haré más que eso, capitán —exclamó Warren con ansiedad—. Le diré el nombre del hijo de mala madre que tiene la esmeralda en este mismo momento —anunció Warren inclinándose hacia adelante y agitando el índice sobre la cara del capitán—. No es otro que el miserable ladrón que se oculta en este barco bajo la personalidad del doctor Oliver Harrison Kyle.
El espíritu de Morgan, exhalando un profundo gruñido, abandonó su cuerpo y escapó por la ventana llevado por sus mágicas alas. Pensó: “Todo ha terminado; esto es el final.” El viejo lobo de mar lanzaría un alarido, se volvería loco y pediría ayuda. Morgan esperaba del capitán quién sabe qué extrañas y complicadas observaciones. Esperaba que pediría una camisa de fuerza; esperaba en realidad cualquier reacción concebible, menos la que tuvo lugar. Durante todo un minuto, el capitán Whistler, con el pañuelo en la frente, se quedó mirando a Warren.
—¿Usted también? —le preguntó—. ¿Usted también piensa eso? —Su voz reflejaba verdadero pavor. — De boca de los niños... y de los locos... Pero espere, he olvidado mostrarle esto. Para eso quería que vinieran aquí. No lo creo; no puedo creerlo, pero cuando hasta los locos lo ven, debo enderezar el timón. Además, tal vez no quiera decir eso. Voy a enloquecer. ¡Vea! Vea esto —giró sobre sí mismo frente a su escritorio y revolvió los papeles. Esto es lo que quería que ustedes vieran: llegó esta mañana.
Extrajo un radiograma delicadamente perfumado con Swat número 2, Exterminador Instantáneo de Insectos, y lo puso en manos de Morgan. Decía:
“Comandante del Queen Victoria”, en alta mar.
Agente Federal comunica que desconocido agonizante fue recogido en Chevy Chase, afueras de Washington, el 25 de marzo. Supúsose víctima de accidente automovilístico. Fractura del cráneo. Paciente llevado al Mercy Hospital en coma. Dos semanas delirando hasta ayer. Aun incoherente, pero sostiene ser persona a bordo de su barco. Agente Federal cree ladrón responsable de casos Skelly y MacGee. Agente Federal cree también que médico es impostor en su barco. Por ser figura muy conocida no debe incurrirse en error o lesionar el buen concepto de la profesión médica...”
Morgan dejó escapar un débil silbido, Warren prorrumpió en exclamaciones de júbilo al leer el mensaje por encima del hombro del otro.
—Eso es lo que usted piensa, ¿verdad?—preguntó el capitán Whistler—. Si ese mensaje es correcto, no sé qué pensar. No hay más médico que el doctor Kyle a bordo, excepto, naturalmente, el médico del barco; y ése lleva varios años conmigo.
“Que no haya inconvenientes. No arreste a nadie, todavía. Envío al Inspector Patrick que conoce personalmente al acusado. Patrick saldrá en el «Etrusca», que llega a Southampton un día antes que usted. Proporciónele facilidades. Avise.
Arnold,
Comisionado Distrito Policial N. Y.”
—¡Ah! ¡¡Ajá! —exclamó Warren exhalando un suspiro muy profundo. Tomó el radiograma de manos de Morgan y lo agitó sobre la cabeza—. ¡Diga ahora que estoy loco! ¡Vamos, capitán, dígalo, si puede! ¡Por Dios, que yo sabía que estaba en lo cierto! Me lo había figurado...
—¿Cómo? —le preguntó el capitán Whistler.
Warren permaneció inmóvil, con la boca abierta. Todos veían la trampa abierta en la que, con regocijo y a sabiendas, Warren se había metido. Decir por qué creía culpable al doctor Kyle era precisamente lo que no podía hacer. Morgan se quedó helado. Vió cómo los ojos de su compañero adoptaban una mirada vidriosa durante el prolongado silencio.
—Estoy esperando, joven —dijo con aspereza el capitán—. ¡Que me condenen para toda la eternidad si voy a permitir que la policía se lleve los laureles por una captura en mi barco! Si yo pudiera encontrar la manera de atraparlo... ¡Vamos, hable! ¿Cómo se le ocurrió que era el culpable?
—Lo dije desde un principio... pregúntele si no a Peggy, y a Hank, y también al capitán... juraba que estaba haciendo el papel del doctor Kyle, desde el momento que me golpeó en la cabeza en mí camarote... —Se detuvo súbitamente; el capitán Whistler, que estaba a punto de tomar otro reconfortante trago de whisky con soda, se sobresaltó. Volvió a abandonar el vaso.
—¿El doctor Kyle lo golpeó en la cabeza, en su camarote?—inquirió mientras contemplaba al otro con expresión extraña—. ¿Cuándo ocurrió eso?
—No. Me equivoqué; eso fue un accidente: me caí y me golpeé la cabeza...
—Entonces le concederé el beneficio de la duda, joven. No quiero seguir siendo objeto de bromas. Usted hizo una acusación que parece... digo que parece... correcta. ¿Por qué acusa al doctor Kyle?
Warren se alisó el cabello. Sus dientes castañeteaban febrilmente.
—Bien, capitán —respondió luego de una pausa—. Lo sabía. Él tenía aire de culpabilidad; tenía una apariencia de culpa en toda su persona, cuando sentado a la mesa del desayuno decía amablemente que habían violado a alguien... ¿Usted no me cree, verdad? ¡Bien! Voy a demostrárselo, voy a probarle que debe ser puesto entre rejas. Y le diré por qué subí a verlo. ¡Anoche se cometió un asesinato a bordo de este barco, viejo esturión! ¡Hank —dijo Warren volviéndose—, dame esa navaja!
Es un hecho cierto que el capitán Whistler se elevó no menos de veinte centímetros en el aire. Ello se debió, sin duda, en parte al extraordinario poder de sus marineras piernas que lo despidieron de la silla como un resorte, pero esa exteriorización materialista fue inmediatamente seguida por un largo éxtasis espiritual, durante el cual no olvidó sus obligaciones. A medida que descendía sobre la silla, introdujo su mano en el cajón del escritorio y extrajo de allí una pistola automática.
—Perfectamente —dijo—, ahora ¡quietos, jovencitos!
—Pero, capitán —argumentó Morgan tomándolo del brazo—, es absolutamente cierto. No está loco ni bromea; el criminal ha cometido ese asesinato: me refiero al impostor que hay a bordo. Si me concede un minuto se lo probaré. ¡Vamos, Valvick! ¡Al diablo con su pistola! Tengámoslo en la silla y siéntesele encima hasta que le hayamos administrado esa medicina que es La Verdad. A estas horas su segundo oficial habrá terminado sus rondas por el barco, descubriendo que falta una mujer. Esa mujer fue asesinada anoche y arrojada luego por la borda.
Llamaron a la puerta.
Todos temblaron; nadie habría sabido decir por qué, a menos que existiera en ellos la idea latente de que estaban haciendo el ridículo. Se hizo el silencio mientras Whistler mascullaba la orden de entrar.
—Permita usted que le informe, lo mismo que a Mr. Morgan, según sus instrucciones —expresó el segundo oficial con voz forzada—, que dos de nosotros hemos realizado una búsqueda completa en todo el barco. Hemos investigado a todos los pasajeros y miembros de la tripulación. Nadie fue herido anoche.
En las sienes de Morgan las venas comenzaron a latir.
—Está bien, Mr. Baldwin, pero no esperamos encontrar una persona simplemente herida. Buscamos a una mujer que ha sido asesinada y no se encuentra a bordo...
Baldwin se cuadró.
—Bien —dijo con tono de recriminación—, puede usted seguir buscando, pero no la encontrará. He registrado personalmente a todas las personas de a bordo, y no falta nadie.
—¿Es realmente así, Mr. Baldwin?—preguntó Whistler casi de buen humor—. Bueno, bueno...
A las once y cuarenta y cinco, exactamente, hora del Atlántico oriental, Warren fue conducido con gran escolta al calabozo.